Emeteria Rivera Miranda and Julián Morales
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En esta historia oral, Emeteria Rivera Miranda y Julián Morales comparten sus experiencias como refugiados que huyeron de la violencia extrema en el norte de El Salvador cuando estalló la guerra civil salvadoreña a principios de la década de 1980. Emeteria y Julián son personas adultas mayores que residen en la comunidad reasentada de Guarjila, El Salvador y que alguna vez fueron refugiados en Honduras después de tener que huir de la violencia de la guerra. Emeteria recuerda lo que fue huir de El Salvador hacia Honduras cuando se produjeron varias masacres durante una operación militar salvadoreña conocida popularmente como Guinda de Mayo. Las aldeas de la región fueron bombardeadas y su familia pasó hambre. Ella explica que primero se refugió en La Majada, Honduras, donde se conocieron, y luego los trasladaron al campo de refugiados en Mesa Grande, Honduras. Julián explica cómo en Mesa Grande, se le asignó la tarea de trabajar cooperativamente en los jardines, y Emeteria describe su trabajo como líder en la confección cooperativa de ropa de mujeres refugiadas.
Hay situaciones de violencia descritas en esta historia oral que pueden resultar molestas para algunos.
[Emeteria:] Pues, buenas tardes. Mi nombre es Emeteria Rivera Miranda y nací en Cantón Manaquil, Valle de Rincón, Municipio de Nueva Trinidad.
Yo tuve 12 hijos. La primera se llama Teresa Morales Rivera. El segundo se llama José Morales Rivera. La tercera se llama Leonor Morales Rivera. El otro se llamaba Francisco Morales Rivera. Otro se llamaba Juan Morales Rivera. La otra se llamaba Marina Morales Rivera y la otra, Elvina Morales Rivera. La otra, Juana Morales Rivera y Leno Rivera Morales—no, Morales Rivera, sí—y la Rosita Morales Rivera, también. Fueron los diez hijos que fueron normales y se me cayeron dos niños varones después de Rosa.
El trabajo de nosotros era trabajar en la milpa. Uno de mujer, como se manejaba la comida, y el esposo a trabajar al monte. Eso era el trabajito que hacíamos nosotros. Jornaleros, más bien, sí.
En ese tiempo todavía [aún] no [se escuchaba hablar de la guerra]. No se escuchaba. Pues mire, nosotros éramos pobres. Nosotros sufríamos, pues, por la comida porque casi que grano no se sacaba. Sufríamos. Yo, con mis niños, sufría porque, mire, si conseguíamos un huevo, el huevito era para dárselo a cuatro, frito. Yo lo hacia en torta para darles a los cuatro niños que tenía ya. Les partía en cuatro pedazos, el uno se lo daba a uno, y el otro al otro, y así y la mantequita que quedaba se la comía el papá. El papá de ellos se llamaba Santiago Morales Martínez. Y así íbamos viviendo. Esta Juana se acuerda todavía porque esa era la que más comía, esas cosas. Y así mismo me tocaba con los primeros hijos que tuve. Dándoles con salita, cuando se conseguía algún frijolito pues lo comían y de allí la sal era la que buscábamos para darles a los niños porque en esa época era bien pobre uno. No tenía ni grano porque yo siempre casi toda la vida yo compraba el grano. Sí, yo trabajaba duramente, aporreando maicillo para deber de mantener mis niños, sí.
Mire, yo, ese día que fue la masacre del Rincón, yo estaba con la nuera. Esa noche me había quedado a dormir con ella allí porque el hijo me dijo, “mire, mamá,” me dijo, “pásese con Félix,” me dice. “Aquí las dos juntas,” me dice. “No le va a dar miedo,” me dice.
Vaya, una noche nomas dormimos con ella, verdad, y dormíamos aparte. Entonces, llegó, pues sí, esa masacre del Rincón ese día. De allí él, pues, estaba durmiendo afuera de la casa. Esa noche estaban durmiendo afuera de la casa todos los hombres y todas las mujeres en las casas. Y él llegó a las seis de la mañana.
La mujer le dijo, “Chepe,” le dice, “y no se da cuenta,” le dice, “que allí vienen los soldados,” le dice.
“Como no,” le dijo, “ahí vienen llegando ya,” le dijo, “a la aldea,” le dijo.
“Yo no me quedo,” le dije yo. Ah pues, y yo lo que hice fue agarrar un pedazo de cobija cada uno y lo metí a un costal y agarramos camino. Allí pues, una hija de las que me mataron, ella me decía que no la fuera dejar, pero como ya estábamos, que ya nos iban hallar ahí. Ya no la pude sacar. Ella quedó y fueron de las que mataron.
Pasamos de esos ríos hondos allí con el agua hasta el pescuezo. Yo llevaba a la Rosa en la nuca y la Juana jalándola. Y al Leno me los pasaron, pues, de esa agua chuca que pasamos. Que hasta aquí nos fuimos de lodo, pero así nos pasamos.
Y al siguiente día, ya nos venimos allí por Los Amates. Y allí ya tenían de que habían matado a unas mujeres en El Rincón y que dos que se habían perdido. Pero esas dos que se habían perdido fue que las agarraron. Y las fueron a meter a cuarenta cargas de leña y les pusieron fuego. Esas fueron quemadas. Las otras fueron ahorcadas. Una de ellas fue que ya iba dar a luz a un niño, y lo que hicieron fue rajarla, pues, para sacarle el niño. Ya estaba para dar, de menos unos quince días le faltaban a ella, si ya estaba para chinearlo, sí.
Fue este Juan Chato el que andaba allí. Sí, ese Juan Chato fue el que hizo esas groserías con el Batallón Atlacatl, que le decían. Yo no puedo decir esa palabra, pero ese era el que andaba. Sí, la fuerza armada, sí. Pues allí las mataron, las ahorcaron, y las aventaron a una ladera porque en una casa las ahorcaron, sí. La mía después de ahorcada, o a saber verdad. Pero que ella tenia la cabeza arrancada, sí. Se la quitaron, la hallaron así en un piñal, los que llegaron primero a verla. Y la trajeron, pero bien repelada de los animales, de los perros, de aquí bien comidita, ella sí, porque yo la vi, como los llevaron, pues, ese día que fuéramos a verla. Y allí ya a ella le hicieron una, pues sí, hasta una puya le metieron por la parte como cuando uno ensarta a una gallina. Todo eso le hicieron a ella.
Yo no vi esas cosas, sino que lo vio el hijo porque él dice que le sacó la puya y vio como la habían dejado. Pues nosotros, como la llevaron, que las iban enterar. Anduvimos viéndolas allí y ya, pues, ellos las enterraron. Y llega un sobrino mío, y yo no vine cuando ya las enterraron. Llegó un sobrino mío y me dice, “ay, tía,” me dice, “mire que no hay quien para que nos den de comer,” me dice.
“Ah pues, vengo yo,” y me fui, pues, a una casa. Y ya me puse yo a moler a sacar aquella gran pelota de masa que tenía en la piedra para darles comida a ellos. Y después sacando estaba porque como ligero le echaron tierra allí. Después, llegan ellos, y me dicen, “mire que vamos a ir a buscar a Chavito,” me dijeron ellos así, verdad.
“Van a ir,” les digo yo, “sí pues, yo no me quedo,” les dije yo. “Yo me voy,” les dije yo. Ya dejé aquella bola de masa. Como ya era tarde, ya eran las cuatro, ya lo fuimos a hallar a él en la ladera en el cerrito donde lo habían matado porque no lo mataron allí junto con ella, sino que donde estaba haciendo la periférica. Allí lo llegaron a matar.
Haciendo el hoyo estaban cuando se oyó un bombazo que iban de vuelta los soldados. Ya yo andaba con otras dos mujeres y ellos lo que hicieron fue que los dijeron, “váyanse ustedes para tal parte,” dijeron, “nosotros ahí vamos a llegar.” Ah pues, ya ahí ellos se quedaron echándole tierra así. A que ni lo enterraron bien al esposo mío. Yo, el hijo mío me cuenta que se le miraban así las puntas de los zapatos, dijo, porque no—pues sí—por el miedo de que venían de vuelta los soldados. Pero no entraron ya allí al lugar del Rincón.
Y después de eso ya no pudimos vivir en las casas. Yo a los ocho días llegue de vuelta a ver como estaba. Y ahí los habían quemado toditas las cosas que nosotros teníamos, pues, la ropa y todo. No quedó nada. Yo ese día yo había ido a hacer un huacalazo de masa, y ya las tenía las masas que las iba tortear. Allí estaba el huacal achicharrado con el puño de masa negros. Después de eso, ya nos salimos de las casas que ya no pudimos estar en las casas porque como siempre, como casi a los dos meses, volvieron a llegar a hacer la otra masacre de la familia de esta Miriam.
Estuve primero un mes en Los Amates y allí lloraban los niños, lloraba la Rosa, la Juana y Leno, como los andaba chiquitos. Donde los tocaba correr, los corríamos, mire, por al lado del Rio Sumpul. Ya allí uno tenía que ver como se pasaba y yo a los niños me los pasaron en cayuco para el otro lado. Yo me tire nadando con dos trapitos que andaba.
Ah pues, en eso, pues, ya puestos allí, dijeron, “¡Vienen por El Junquillo! ¡Ahí vienen bajando ya los soldados!” El grupo que andaba de Los Amates conmigo, ellos se pasaron de regreso, para este lado del rio. Y a mí me dejaron con los niños al otro lado del rio. Ellos lloraban porque como andábamos sin zapatos en unas grandes canaleras. Y allí nos tirábamos en esas canaleras, y andaba una viejita sorda. Pues aquí, nos vamos a quedar,” les dije yo, “de todos modos si los haya aquí nos van a hallar.”
Después bajó otro señor y dijo, “Vámonos aquí para arriba y allí vamos a ver dónde nos pasamos.”
Allá ya iba un muchacho y una muchacha. A ver si los hallaban a nosotros. Yo con solo que me pasaran los dos mas pequeños. Yo me pasara, aunque jalando la otra bicha que era la Juana porque ella tenía diez años. Leno tenía ocho y la Rosa tenía seis.
El siguiente día ya yo fui a sacar los cipotes y me fui para donde estaba deposada que era donde don Felipe, que vivió aquí abajo en Guarjilita, y se fue de vuelta para Los Amates. Allí estábamos nosotros. Allí pase yo un mes yo con ellos.
Al mes, de haber matado a la familia, “Mire mama,” me dice, “si quiere,” me dice, “nos vamos para donde mi tío Magdaleno,” me dice. “Yo mejor no aguanto andar con estos cipotes,” porque ya tenía dos niños y la mujer embarazada. “Yo mejor me voy a ir para allá,” me dice. “Alístese,” me dijo, “usted no puede andar con esos cipotes allí,” me dijo.
Llegó un hermano mío. Llegó donde Magdaleno. Y dijo, “ustedes,” dijo, “se han venido para acá y se están perdiendo la comida. Están dando comida en La Virtud,” dijo, “para todos los que andan así,” dijo.
¿Que hicimos? Nos venimos allí para ese lugar de La Majada. Y después de eso, ya con los días, empezaban a matar los salvadoreños allí. Y dijeron, “no que aquí nos iban a sacar y nos llevaron para Mesa Grande.”
[don Julián:] Lo que me acuerdo bien es que los que los mataron [en el masacre de La Majada] era un hondureño. Los que trabajaba con Loncho allí repartiéndose. Entonces no es que los fueron a sacar, decían, sino que los de La Virtud lo citaron que se presentara a La Virtud. El señor era hondureño. Y ya no regresó. A saber, que lo harían. Ya no regresó el señor. Después de eso, se llevaron al señor que repartía que estaba en la casa de Loncho. Se lo llevaron. Yo no lo miré. Llegaron los internacionales y dijeron, “se llevaron a Loncho.” Entonces iban pegados ellos detrás hasta que lo alcanzaron, dicen. Entonces ellos, lo que hicieron fue mandarlo para otro país. Para que país no supe yo, pero que lo mandaron a otro país. Así decían. A ese ya lo llevaban por que iban a matarlo. De ese sí me di cuenta yo. Pero era un hondureño.
[Emeteria:] Allí ya después de que mataron a esas personas, que mataron a ese señor allí, ya los que los acompañabas que dijeron, pues, “los vamos a llevar para Mesa Grande.” Nos pedían, pues sí, la opinión, que a donde queríamos ir, si a Mesa Grande o a un lugar de la Mosquitia, que le decían. Ya allí pues decidieron que para Mesa Grande, que los llevaran a todos. Ya ellos hicieron, pues, de que nos reunían allí con los señores que llegaban para decirnos como iban a hacer y todo, la salida de nosotros. Que iban a sacar a los que estaban por ese rio, también los que estaban cerca de La Virtud. Entonces ya decidieron el día que los iban a sacar y a todos, pues, a arreglar lo que teníamos para que nos llevaron.
No éramos poquitos. Éramos bastantes los que íbamos. Cuando nosotros llegamos, ya había unos que ya estaban haciendo la—allá les dicen carpas, en ese tiempo les decían carpas—para las casas que nos iban a dar. Metían hasta cinco familias allí para defenderlos del agua. A los zacatales, y lloviendo. Cuando no teníamos—que no había carpas para todos—allí se aguantaba el agua. Ya después los hombres que llegaron se pusieron a hacer las carpas para darles a la gente que llegaba.
Ya nosotros, yo, como iba mi hermano, ya nos dieron, pues, la carpa para cuatro familias, sí. Ya nos quedamos nosotros en esas carpas.
Pues mire, yo, pues, me llené de alegría porque dije, yo aquí todos juntos, pues, si vamos a estar. Allí nos daban la comidita, y la ropita porque ni llevábamos ropa.
[Don Julián:] Yo casi la empecé a conocer [a la Doña Emeteria] cuando estábamos en la Majada. Ellos venían de hacer procesión allí. Me cayó bien. De allí nos fuimos conociendo más porque quedaba un poco más cerca. Yo quizás le fui gustando y fue [cuando hicimos el trato.]
[Emateria:] Sobre eso le voy a contar yo, que como nosotros estuvimos allá en San Simón, y de allá de San Simón veníamos a traer la producción, como dice él, a La Majada, a La Virtud. Y madrugábamos porque de allá salíamos a las dos de la mañana para llegar a las ocho y a La Majada. Y entonces allí fue donde me conoció, como dice él.
Que iba ese día, que iba de trabajar, y lo vi y que iba, verdad, y le preguntó a la Teresa le digo, “Y quién es ese señor?,” le digo yo así. “Ese es Don Julián Morales,” me dijo ella así. Lo vi que iba con un palo en el lomo, un machete, y un tecomate, así como ese que está colgando. Ah pues, y un día, como dice él, que yo maneaba y me iba de regreso luego, dice que me siguió para ver si me alcanzaba. Y entonces fue a topar en un camino que iba así para abajo y el otro que iba atravesado. Y dijo y aquí por donde se iría. Hasta allí me siguió y ya no, pues sí, que topó y ya no sabia para donde agarrar [se ríe]. Así fue la cosa. Bueno allá en Mesa Grande allá nos conocimos bien porque como él llegaba donde Goyo, allí a platicar con mi hermano. Y así, verdad, pero él ya llegaba por yo. No era para platicar con Goyo. Pero a mi no me hablaba. No me decía nada que le daba pena.
No, es que yo cuando llegaba, lo que hacia era que me metía para la carpa y ellos quedaban en el corredor platicando. “¡Hay que platique con Goyo!” decía yo. Y después, ya donde se hicieron unos cuartos de tabla, y a cada quien les daban su cuarto.
“Ay vea,” le digo yo así [a mi sobrina], “que se quede mi papa en la carpa,”
“Después les van a dar a ellos,” me dice. Yasí, pues, ya ahí nos conocimos más y entonces allí él tenía confianza de llegar allí donde yo vivía.
[don Julian:] El trabajo mío allí era no más de que hacíamos, como era, nos metían a trabajar en unas hortalizas. Allí habían grupos de—tres grupos para hortalizas—y se metía uno a trabajar. Y como no había otro trabajo, era un cerco que había—como que dicen—una alambrada alrededor. Ahí no tenía que salirse uno para afuera. Si se salían, lo cachaban. Un señor, ya murió, Don Balbino. Ese no le gustaba ir a los servicios, se salía afuera del cerco y ahí lo arrastraron y el mando quedaba enfrente y él le pegó con el carro, que no lo fueran a matar. Porque el señor estaba macizo, hubiera sido un joven, no lo dejan. Y le pega de vuelta otra vez, al rato ya más tarde regresó, todo golpeado. Los soldados de Honduras. Eran hondureños. Aquí hacía un plan donde estaban dando órdenes. Allá estaban los soldados y como allá andaban siempre viendo quien se salía.
Toda la comida, los frijoles, el maíz, de todas cositas, pues, nos daban. Era gente de otros países que mandaba las cosas. Venían camionadas y las guardaban en bodegas y luego las repartían.
[Emeteria:] Allá en Mesa Grande, llevaban ropa usada y llevaban la tela para hacer vestidos para darle a la gente. Yo como era coordinadora, yo coordinaba a 24 mujeres y los demás eran hombres—pero los hombres eran menos. Nos daban los pantalones, ya hechos, pero casi que los que así traían hechos, no les quedaban buenos.
Y las mujeres también se coordinaban los grupos. Le pedían a uno, “vaya, este día le toca a usted, traiga seis mujeres para hacerles la ropa.” Las llevaba para que les hicieran la medida para hacerles los vestidos.
Allá como al mes, me decían, hoy va a traer otras seis mujeres para que les hagan el vestido, y así, como eran 24, yo llevaba tres veces las mujeres para que les hicieran. Yo no mandaba hacer vestidos nuevos, yo me conformaba con el viejito que me daban.
A mí me costó para que me hicieran mis vestidos. Yo me recuerdo que en lo que estuvimos allá, no fueron muchos los vestidos que me dieron. Como cinco vestidos nuevos son los que yo me puse. Para las niñas también, como teníamos que llevarlos a los grupos de niñas, para que les hicieran la ropa. Costaba para que llegara el día, para que hicieran su ropita, porque allí no era que todos los días nos iban a decir, “traiga a sus niñas.” Y daban su ropita, aunque sea viejita, se les daba.
[Mis hijas] estuvieron estudiando desde que estábamos en la Majada, y allá en San Simón, también. [Mi hija daba] kínder [allá en Mesa Grande], también la Juana, pero ella, como padecía de un dolor de cabeza, le reventaban los oídos y ella ya no siguió.