Parque Industrial: Novela proletaria

Capítulo 8: CASAS DE PARIR

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CASAS DE PARIR
 
La ambulancia repiquetea bajo una curva de la calle Frei Caneca. Se detiene delante del portón oxidado del hospital de maternidad. Una camilla muy blanca, un brazo muy moreno, ondulando en la cortesía del lienzo. Una más para el pabellón de los indigentes. En el vasto cuarto, hileras de camas iguales. Muchos senos al descubierto. De todos los tipos. Llenos, chupados. Una porción de las cabecillas peladas, redondas, numeradas.
-Deje a mi hijo aquí. ¡Ustedes me lo cambian de lugar!
 
No percibe que la distinción se hace desde las propias casas de parir. Las crianzas de la clase que paga se quedan cerca de las madres. Las indigentes preparan a los hijos para la separación futura que el trabajo exige. Los bebés burgueses son protegidos desde temprano, unidas por el cordón umbilical económico.
En la sala de los indigentes, enfermeras blancas se compadecen sonriendo, en medio del más duro trabajo, las parturientas que están ocupando ahora las camas pobres que ellas ocuparán más tarde.
-Cama 10, parto.
Una enfermera muy alta arregla los cojines y recibe a la nueva enferma.
-¿Su nombre?
-Corina…
-¿Apellido?
-Solo Corina.
-¡Qué curioso! Casi todas las indigentes no tienen apellido.  ¿Nunca ha tenido un bebé?
-No. Estoy tan cansada…
-Se le pasará. ¡Va a tener un bebé lindo!
-¡Sin padre!
-Pero la madre lo va a amar por los dos.
-Arnaldo.
-¿Ese va a ser su nombre?
-Sí.
Corina sufre horriblemente.
Si su madrecita estuviera allí. Le gustan tanto las caricias. No tienen a nadie para animar. Llama a la enfermera.
-¡No me deje! Quédese cerca de mí. Pase su mano por mi cabeza. ¡Qué bien!
Grita sin saber. Se descubre el cuerpo.
Allí en las profundidades de sus piernas un hoyo enorme se hincha descomunalmente. Se rasga, negro. Aumenta. Como una garganta. Para vomitar de repente algo vivo, rojo.
La enfermera se retira. La partera se retira. El médico permanece. Un levantamiento de cejas denuncia la sorpresa. Examina la masa ensangrentada que grita ensuciando la colcha. Dos brazos flacos reclaman al bebé.
-¡No deje que lo vea!
-Es un monstruo. Sin piel. ¡Y está vivo!
-Esta mujer está podrida…
Corina constantemente demanda ver a su hijo. Sus ojos están vendados, el quejido del monstruo cerca de ella.
 
¡Es aquella mulata indigente que mató a su hijo!
-¡Estúpida! Solo para no tener el trabajo de criarlo.
¡Puta! Debería morir en prisión…
-¡No se preocupe, querida! Vea a nuestro bebecito, ¡qué maravilla! ¡Qué gordillo! Mire los hoyuelos en las mejillas… ¡Qué saludable!
-Voy a darle todos mis juguetes.  Ahora ya tengo un verdadero muñeco. Y tú tienes que comprar aquella carriola alta. ¡Es el último estilo de Nueva York! Para que vaya de paseo en el parque de la avenida con la nurse.
 
Las mujeres presas se agitaron en la celda.
-¡Diablos! ¡No quiero una loca aquí, no!
Una flaquilla con espinillas se aproxima a la puerta gritando:
-¡Bandidos! ¿Dónde voy a poder robar dinero para pagar al carcelero[1]?
Dos comentan:
-¡Maldición! ¡Es una mulata! Bien flaca… Pero es realmente bonita…
-Es cierto.
-La jaula pesada se abre, se cierra. Corina está presa.
-¿Por qué te metieron?
Siempre la misma pregunta para el que entra. Corina no responde. Se sienta en la esquina, en un trapo de cobertor rojo.
-¡Malditas! ¡Lárguense! Solo miren dónde fue a sentarse. Es una tacaña.
-¿Por qué te metieron a ti?
-Maté a mi hijo…
-¡No! ¡Vaya!
Se alejaron de ella. Se acercaron de nuevo.
-Vine aquí por el dinero. Tenía hambre. ¡Robé!
-Yo también. Maté porque el cliente quería robarme. Fue porque me llevó de aventón.
-Yo de hecho tenía un estómago lleno. Pero quería un manteau![2]
-Al final, todas estamos aquí por el dinero. ¡Solo esta puerca que mató a su hijo!
Nadie sabe que era por el dinero.
 
La presas en cuclillas platican eternamente sus historias simples. Pequeñas, iguales.
-¡Si tuviera un cigarro!
-Tira. Solo uno, ¿eh?
-Gracias.
-¿Tienes un hombre?
-Tenía uno….
Corina recuerda su pasado romance.
Hasta sería capaz de perdonar. Si él quisiera… Llora fuertemente.
-No te acerques. Te pegaré la enfermedad. ¡Si solo pudieras ver! ¡Mi vagina es un hoyo!
-¡Ahora, tonta! ¡Yo también estoy podrida! Ven a comer conmigo. ¡Diablos! ¡Comida de mierda! Tengo ganas de meter esa porquería en el hocico del carcelero. Todo el día, ese macarrón apestoso. ¡Hijo de puta!
 
Corina lee un pedazo de periódico. Párpados caídos, mal dormidos. Los piojos y pulgas anidan en su pequeño cuerpo delgado. El tapete sucio, arrojado en una esquina de la prisión. La mezclilla azul en su falda larga. Sus piernas torneadas, descalzas, morenas. Ella las examina y las cruza, arrastrando, sexualizada, sus largas uñas de los pies en las salientes de la pared. Palpa sus carnes duras. Tan bella, va a envejecer sola en la prisión.
 
Una centinela cubierta de pecas está pegada en las rejas.
 
[1] “Carceragem” era un antiguo impuesto o soborno, que los presos tenían que pagar al carcelero.
[2] Mantel.

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