Liter·Alia. Literaturas Hispánicas en contexto.

Cuento absurdo (1908)

Ciencia ficción femenina. Literatura distópica y el fin del mundo. 

 


Autora: Ángeles Vicente (1878-1912)

El problema social fue definitivamente resuelto por Guillermo Arides, el anarquista más terrible y genial de los tiempos pretéritos, presentes y futuros.
Cultivador apasionado de las ciencias físicas, había ideado la manera de destruir la humanidad en un segundo, utilizando para ello ignorados fluidos interplanetarios, acumulados y dirigidos con precisión admirable, mediante un complicado aparato de su invención. En un momento determinado oportunamente, quedarían aniquilados los hombres y cuantos animales son a él semejantes en su constitución física. Nadie podría salvarse, a no ser él, Arides, y los por él elegidos entre sus más adictos correligionarios de ambos sexos.
Como Arides no había hecho misterio de sus trabajos, fue detenido y llevado ante el juez. Pero cuando expuso tranquilamente su proyecto de aniquilar el mundo, se burlaron de él, le creyeron rematadamente loco y, calificada su locura de inofensiva, le dejaron en libertad. Sus mismos amigos llegaron á dudar de su razón, tal era la magnitud de la empresa. Sin embargo, le secundaban y obedecían, sugestionados por su persuasiva elocuencia de iluminado.

En tal estado de cosas, llegó el día magno, y el apóstol y sus elegidos se congregaron en el amplio laboratorio.
—Hermanos—dijo Arides a sus adictos, —os he llamado porque ha llegado la hora de concluir con la tiranía existente, con todos los privilegios, con todas las infamias. En un segundo será destruida la obra maléfica de tantos siglos, y sobre este planeta no quedarán más habitantes que nosotros, los reunidos en este recinto aislado convenientemente. No tendremos ya más leyes que nuestros instintos. A vosotros quedará encomendada la alta misión de fundar una nueva humanidad. Nuestra libertad será nuestra dicha...
Todos le escucharon en silencio. Las mujeres sentían miedo. Los hombres se mantenían a la expectativa, incrédulos, pero tampoco exentos de temor.
Arides continuó su discurso, yendo al mismo tiempo de un lado a otro de su laboratorio para dar la última mano a sus aparatos. Luego se volvió a los circunstantes:
—¿Estáis dispuestos? —preguntó—¿Os sentís desligados del resto de los hombres? ¿Deseáis, como yo, su destrucción, para que dé entre sus cenizas surja una nueva humanidad libre y perfecta?
—¡Sí!—contestaron todos, subyugados.
—¡Cúmplase nuestro deseo! —exclamó Arides a su vez, sonriendo beatíficamente, y aproximándose al aparato propulsor, movió una pequeña palanca.
Un grito de espanto se escapó entonces a todos los que le circundaban: la atmósfera se había inflamado con resplandor vivísimo, y una violenta sacudida estremeció la tierra.
Arides se volvió a sus camaradas con gesto triunfante
—¡Consummatum est! — gritó alzando los brazos.
Sus compañeros, ya repuestos, le miraron con estupor. Estaban conmovidos, inquietos, pero la duda se reflejaba en sus semblantes: ¿era admisible que la humanidad pudiese ser destruida tan fácilmente, en un instante?
Arides lo advirtió:
—¿Dudáis de mi obra? —les dijo; —¿no os indica nada ese silencio absoluto? ¡Escuchad! ¡La vieja humanidad ha muerto!
En efecto, un silencio de muerte los rodeaba, no turbado siquiera por el rumor del viento en aquel día apacible. El rodar de coches y tranvías, las voces de los vendedores ambulantes, el canto de los pájaros, los ruidos todos, armonía complicada de la vida, que momentos antes llegaban en confusión hasta el amplio recinto, habían cesado.
Un calofrío de terror estremeció a todos. — ¡Venid a recorrer la ciudad —prosiguió Arides— y os convenceréis! Le siguieron consternados.

Las calles y las plazas estaban sembradas de cuerpos rígidos, inertes. Los tranvías habían descarrilado por falta de dirección, un automóvil se había estrellado contra un muro, otro había volcado y las ruedas seguían girando al aire vertiginosamente... Algunos transeúntes se mantenían de pie, inmóviles. Ismael, el más joven de los sobrevivientes, tocó a uno de estos cadáveres, y lanzó un grito de horror al verle desplomarse pesadamente.
Arides se sonrió y los animó a continuar la marcha.
Entraron en las tiendas y en las casas que encontraron al paso. La escena se repetía: por todas partes aparecían cuerpos rígidos, inertes, unos que habían caído y otros que conservaban la posición en que los sorprendiera la catástrofe. En las tiendas, comerciantes y vendedores, se mantenían agrupados en actitudes diversas, sonrientes unos, otros graves y flemáticos, como si se dispusiesen a continuar su charla. En las casas, los moradores parecían entregados a sus ocupaciones domésticas. A no ser por los cadáveres que se habían desplomado y por la rigidez de los que se mantenían en actitud vital, se podría aún dudar del cataclismo. Una sirviente se inclinaba ante el fogón. Una joven planchaba a su lado. En un gabinete aparecía un señor grave que leía repantigado en un sillón. En otra estancia preparaba su tocado íntimo una dama elegante...
Vueltos á la calle, un cortejo fúnebre, cuyos acompañantes habían caído unos encima de otros, les impidió el paso obligándoles á dar un rodeo:
—¡Son muertos que acompañan a un muerto!-—exclamó Arides irónicamente.
No faltaban gentes asomadas a los balcones, ni manos extendidas de mendigos que pedían limosna sentados contra los muros a en el quicio de las puertas. Aquí y allá se veían perros inmóviles en la aptitud de la carrera, avecillas muertas, coches parados como si el cochero se hubiera caído del pescante por un resbalón del caballo... En la puerta de una peluquería el dependiente del barbero se apoyaba contra el marco, sonriendo a una modistilla que yacía tendida sobre la acera...
Al desembocar en una plaza, se vieron forzados a detenerse ante una compacta masa de cadáveres allí agrupados, muchos de ellos de pie y en actitud expectante como si aún escuchasen a un orador silencioso que extendía los brazos desde un gran balcón.
— Ahí están los huelguistas — observó Arides — el del balcón es el Alcalde.
Tuvieron que volver sobre sus pasos, y al doblar una esquina se encontraron con un grupo de soldados que tal vez se dirigían a la plaza para reprimir la demostración de los obreros. Yacían en tierra, fusil en mano, semejantes a un grupo de heroicos combatientes muertos bajo el fuego enemigo. El oficial que los mandaba aparecía recostado sobre sus soldados con la cabeza erguida y la espada en la diestra.
A alguna distancia se levantaba una iglesia y a ella se dirigieron, penetrando decididos en el recinto. Un sacerdote se erguía ante el altar. La luz oscilante de los cirios iluminaba vagamente las caras estáticas y compungidas de los fieles en plegaria. Arides y sus acompañantes permanecieron allí un rato, curioseándolo todo. Se habían acostumbrado al espectáculo y se sentían fuertes ante la general mortandad:
—¿Has visto ese viejo?—dijo uno de los hombres á su compañera.
— ¡Parece un santo!—contestó ella.
— Por eso está mejor en el otro mundo exclamó Arides. —Vamos.
Salieron y continuaron su marcha. Calles y calles se sucedían, y por todas partes se reproducía el mismo espectáculo.

— ¿Estáis ya convencidos del éxito de mi obra? — preguntó al fin Arides a sus acompañantes.
— Si — contestó uno — ya no cabe duda. Pero ahora lo malo será cuando estos cadáveres se descompongan. Tendremos una epidemia.
— Todo está previsto. Podría incendiarlo todo en un momento, pero no es preciso: me basta mandar la misma corriente por espacio de unos minutos para que todos esos cuerpos queden reducidos a polvo. Vamos a mi laboratorio y lo veréis.
Efectivamente, agrupados todos en el laboratorio, hizo Arides funcionar su aparato durante unos minutos. Después volvieron a recorrer la ciudad.
El aniquilamiento era completo. Allí, donde habían estado los cuerpos, sólo quedaban montones de trapos.
Arides dirigió entonces a sus camaradas un largo discurso, diciéndoles que se instalasen donde quisieran e hicieran lo que les diera la gana, de acuerdo con sus doctrinas; que todo era de ellos, y que a ellos les tocaba iniciaruna nueva generación libre y feliz.
— Aprovechad cuanto encontréis a mano — terminó — pero no amontonéis dinero, pues que ya no ha de serviros para nada. La tierra es nuestra!
El grupo se disgregó después de breve deliberación, husmeando cada cual un acomodo, con arreglo a sus gustos, y Arides se volvió satisfecho a su casa, llevando consigo a la compañera elegida.

La nueva sociedad se había instalado y multiplicado a su gusto, no sin algunas contiendas por el reparto de las cosas y por las mujeres, aun cuando Arides había procurado evitar disgustos.
Las luchas más serias se suscitaron cuando tuvieron que comenzar la fatiga de labrar la tierra en vista de que las provisiones se iban acabando. No tardaron, por último, en aparecer la ambición y el orgullo con su séquito de envidias y rencores, y como consecuencia la lucha del hombre por tiranizar al hombre, en la cual llevaron la peor parte los humildes y los débiles. Parecía que la Naturaleza se complacía en imponerse a aquellos rebeldes que habían querido burlarla.
Las doctrinas de Arides ya no tenían eco. Había luchado Arides para establecer la nueva sociedad con arreglo a su ideal, pero estaba cansado: veía lo inútil del empeño; presenciaba apenado el resurgir de los instintos más brutales entre aquellas criaturas libres que no comprendían que al pretender tiranizarse se convertían en esclavos; había tenido necesidad de imponerse y sabía que le obedecían por miedo, que ya no era un hermano para sus compañeros sino un enemigo, y que él mismo veía otro enemigo en cada uno de ellos... y se arrepentía de su obra.

Una noche, reunidos todos en torno de Arides, discutían como de costumbre:
— Yo ya no os aconsejo nada.—decía Arides, contestando â una interrogación — Vosotros pretendéis establecer de nuevo las pasadas costumbres, no queréis vivir en paz, estáis llenos de ambiciones, rompéis con nuestra tradición empezada ayer, restablecéis la propiedad, hacéis que nuestras ansias de perfección sean vanas, continuáis la historia bárbara y despiadada de cien siglos de servidumbre y de mando, y deseáis transmitirla a vuestros hijos...
—La culpa la tiene éste—exclamó uno— pues se empeña en apropiarse todo lo bueno que encuentra á mano. ¡Como que se ha instalado en un palacio y no deja entrar a nadie
—¡Ese palacio es mi casa! —repuso el inculpado. —¡Me lo he apropiado como tú te has apropiado otras cosas, y allí no entrará nadie porque tengo perfecto derecho a vivir en paz y como me acomode!
— Yo protesto — manifestó otra. — de las molestias que me impone Manlio. Se empeña en que yo he de ser su criado, todo porque él es más ilustrado y más inteligente que yo.
— ¿Y qué harías tú, bruto imbécil, si yo no te guiase? — gritó Manlio.
— Lo malo está — dijo Ismael — en que el trabajo se reparte mal, porque no todos tienen la misma voluntad de trabajar. ¡Si yo produzco diez, quiero mis diez!
— Si tú produces diez—contestó Manlio debes conformarte con uno y recoger los otros nueve de la producción de los demás.
— Pero si los otros no producen como diez o la producción es inferior o a mí no me hace falta, siempre saldré yo perdiendo en el reparto porque produzco más. Ahí está Sixto que leda ahora por ser poeta: ¿voy yo a darle parte del producto de mi trabajo a cambio de unos versos, que a mí no me sirven para nada y que ni siquiera sé, ni me importa, si son buenos o malos? ¡Eso no es trabajo!
— Yo, por mi parte — interrumpió Esther, la más bella y codiciada de las sobrevivientes— deseo separarme de mi compañero Honorio.
— ¿Por qué!... — exclamó Honorio con mirada centelleante.
— En uso de mi derecho. Arides ha dicho que todos somos libres.
— ¡Di que has perdido la cabeza al verte tan obsequiada por todos!
— ¡Eso es verdad! — asintió Aciscla con ira. — A mi hombre lo has trastornado, pero chasco te llevas si crees que yo lo voy a consentir
— Tiene razón Esther—observó otro—ella es libre, y si quiere separarse de Honorio nadie tiene por qué impedírselo.
— Se separará de Honorio—gritó una voz varonil—pero no para irse contigo...
— ¡Eso lo veremos!
— ¡Ni con el uno ni con el otro! — exclamó otra voz. — Esther me ha prometido ser mi compañera si se separa de Honorio.
— ¿Y crees que yo te voy a permitir que me dejes plantada?... — chilló una voz femenil, vibrante de ira.
— ¡Soy muy dueño de hacerlo!
— ¡Aquí no hay derecho sobre nadie!
— ¡Pero hay deberes!
— ¡Es que Esther parece que se ha propuesto volvernos locos á todos! ¡Querrá ser la reina!
— ¡Lo es por su belleza! —gritó Sixto.
— ¡Ya viene éste con sus ínfulas de poeta!
— ¡No admitimos reyes ni reinas!
— ¡Será de quien se la gane!...
— ¡Mía! ¡A ver si hay quien se atreva á disputármela!
— ¡Yo!
— ¡Y yo!
— ¡Y nosotros!...
La confusión fue espantosa, los puños cayeron como mazas sobre los rostros irritados, y las bocas profirieron toda clase de imprecaciones y denuestos.
Arides se impuso con gesto irritado y voz amenazadora, y los contendientes se fueron cada uno por su lado, refunfuñando como fieras que sólo esperan la ocasión de destrozar al domador.

Aquella noche se retiró Arides a su casa más abatido y desengañado que nunca. ¿De qué le habían servido tantos años de sacrificio y estudio? ¿Qué esperar de aquellas criaturas tan brutalmente egoístas? ¿Qué hacer?... Es verdad que él podía ser el árbitro, el rey, el tirano, lo que quisiera, imponiéndoseles por el terror, pero antes que volver al estado de cosas que tanto había odiado, prefería acabar con todo. La nueva generación se presentaba con instintos atávicos y tan poco podía confiar en ella. Su misma compañera le había abandonado...
Se acostó, pero no pudo dormir: con el desengaño se había apoderado de él la desesperación, sus nervios estaban crispados y un deseo insaciable de destrucción lo poseía y lo inflamaba.
— ¡No hay duda! — exclamó al fin saltando del lecho — el egoísmo, la crueldad, la ira, la envidia, el odio, los instintos bestiales, son fatalmente ingénitos en la naturaleza humana. Debí pensar en transformar, no a la sociedad, sino al hombre... ¿Pero está esto en mi mano?... ¿Y vale la pena de que subsista ese montón de seres que sólo piensan en explotarse, oprimirse y despojarse unos a otros?... ¿No puedo yo aniquilarlos? ¿Y puesto que puedo, no tengo derecho a hacerlo?...
Se irguió con gesto irritado y mirada iracunda, abrió la ventana, contempló durante largo rato el paisaje a la luz de la luna, como si quisiera dar un postrer adiós a la vida, y se dirigió al fin, a tientas, al laboratorio.
Al penetrar en la amplia estancia se le oprimió el corazón: allí estaban sus máquinas misteriosas, los dóciles aparatos a los cuales él había considerado como sus más fieles amigos, pero que también le habían hecho traición: había soñado destruir para edificar después, y sólo le era dado lo primero...
En las sombras, con la certera seguridad del que maneja instrumentos que le son habituales, afianzó poleas, ajustó engranajes, estableció contactos, y asiendo resueltamente la manivela de un volante lo hizo girar con la energía de un frenético.
El aire se incendió entonces como si fuese un gas inflamable, violentas sacudidas agitaron el suelo con el estridor de monstruoso terremoto y la ciudad quedó convertida en inmensa hoguera...
 

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