Vida
Un ejemplo que ilustra bien lo que entendemos por estos “universalismos desde abajo” emergió en diálogos como los que tuvieron lugar en Riohacha, en abril del 2015. Allí se reunieron para discutir el futuro de La Guajira un gran número de activistas, cuyos orígenes no podían ser más heterogéneos: senadores de izquierda, docentes de secundaria, ingenieros, líderes indígenas, sindicalistas, estudiantes, periodistas, entre otros. La razón de la congregación era la amenaza del desvío de un curso de agua conocido como el arroyo Bruno. El Bruno es uno de los principales afluentes del río Ranchería, el más importante de esta región semidesértica, y la amenaza de su desviación se dio después de que este último intentara también ser trasladado. El encuentro fue planeado por un movimiento social emergente llamado Comité por la Defensa de La Guajira (CDG). El Comité es una alianza de organizaciones y grupos que inicialmente se conformó desde una preocupación práctica sobre el destino de las regalías, después de la reforma al sistema de transferencias en el año 2012, pero que poco a poco dio lugar a unas conversaciones y apuestas más complejas y arriesgadas. Concertar los puntos de vista de los obreros de la mina de carbón y de los indígenas que viven en sus inmediaciones, puede presentar posturas insalvables sobre la permanencia de la mina. Asimismo, el lenguaje de experticia usada por el sector de la educación superior que integra el Comité puede sentirse incómodo con el lenguaje al que apelan los indígenas de organizaciones como la Fuerza de Mujeres Wayúu, al hablar del carbón como vivo y al agua como sangre. Aun así, la conversación es posible y prolífica. La clave es concebir el Comité como espacio de experimentación de formas de vida. De una manera más general consideramos que esta clase de experimentación, como nos lo mostró nuestro método de diálogo, y como lo hemos sugerido también arriba, es fundamental para la movilización social contemporánea en Colombia.
Apelar a sentidos inconmensurables de las nociones de vida y lo vivo en los movimientos sociales es, por supuesto, una práctica casi universal (Povinelli 2001; Espeland and Steven 1998). Y el concepto de conflicto ontológico de Mario Blaser (2013) va un paso más lejos al reconocer la inconmensurabilidad constitutiva de disputas ambientales y económicas. Pero reconocer esto no es suficiente para comprender la complejidad de formas emergentes de acción y subjetividad política a través de universales “desde abajo”; con buenas razones el perspectivismo ha sido atacado por minar los procesos políticos de los indígenas amazónicos, al proyectar una falsa homogeneidad cultural y una visión desde mundos aislados (Ramos 2012). De hecho, las alianzas de movimientos sociales buscan el horizonte de la comunalidad de la vida en lugares más sutiles: los movimientos sociales contemporáneos apelan a formas de inconmensurabilidad que, sin embargo, permita la constitución de universales desde abajo. Por eso, a través de la breve referencia al CDG y al ejercicio de experimentación que hemos propuesto, queremos llamar la atención sobre los procesos de traducción entre formas de vida y su lugar en la constitución de “vidas comunes”. Los procesos de traducción a los que haremos referencia a continuación son clave para pensar los proyectos de multiplicidad de formas de vida, más allá de la inconmensurabilidad entre éstas.
La primera práctica de traducción fundamental para constituir formas de vida en común es la de escalas (temporales, espaciales, conceptuales, entre otras). En el ejemplo que hemos destacado hace un momento, la escala propuesta al plantear la afectación de la intervención es de hecho un lugar fundamental de resistencia al proyecto de desvío del arroyo Bruno. Si los proyectos extractivos usan intensivamente el lenguaje del “área de influencia” y de la compensación, el CDG se configura, polémicamente frente a este lenguaje, como un ejercicio de hechura de escalas donde la manera como el proyecto extractivo compromete la vida dista mucho (conceptual, espacial, temporalmente, entre otras dimensiones) de la influencia directa de la mina. Por eso los integrantes del CDG hablan del impacto hídrico a una escala de toda la región e incluso, en el contexto planetario, del cambio climático. Pasan pues de las hectáreas a los kilómetros cuadrados y, de allí a los hemisferios. Un técnico en un foro de denuncia también decía que la escala temporal debía medirse en siglos y no en años. El cambio de escalas apunta también hacia entidades que aparecen desconectadas en la visión técnica de la explotación industrializada del territorio. Así, en el debate, lo vivo, empieza a proyectarse hacia el subsuelo a través de la incursión de lo mineral como forma de existencia y agencia (como cuando el gestor del riesgo hablaba de las fallas geológicas que empezarían a actuar si se seguía adelante con la explotación; y como lo mostraron los comentarios sobre la disecación de los acuíferos causada por el desvío del río como afectación a la sangre de la tierra). Estos desplazamientos escalares también los encontramos en las formas de experimentación política que propiciamos con el evento Formas de acción política y movimientos populares: un glosario para pensar lo común, en el cual se puso de manifiesto que, aunque el movimiento de discapacidad y los indígenas proponen nociones aparentemente inconmensurables del territorio, pueden encontrar también un piso común en su concepción de la vida como posibilidades de ser.
La traducción de estándares de valor también es la herramienta común de la coalición de movimientos sociales como la CDG. Así como las escalas (espaciales), el problema del valor para los movimientos sociales también implica la modulación al interior de un registro de valoración o entre estándares. De hecho, las dos cuestiones son desplegadas como herramientas de articulación política: Cuando un funcionario de la administración pública de un municipio cercano a la mina de carbón nos señalaba que la expansión de la mina se ha promocionado sistemáticamente como benéfica para “el desarrollo” municipal, pero que dicho proyecto presuponía “tragarse” el pueblo, explícitamente interrogaba la teoría del valor a través del cual la mina apela a su inevitabilidad. Cuando un técnico de una autoridad ambiental, por otro lado, nos señalaba que la expansión de la mina iba a terminar por cortar definitivamente el corredor genético entre la serranía del Perijá y la Sierra Nevada de Santa Marta, representaba la demanda de incluir otros objetos y procesos de cuidado y atención. Estos desplazamientos de estándares de valor crean comunalidad (y no solo inconmensurabilidad) a través de formas de entender el valor que presuponen la interdependencia de las vidas. Asimismo, la conversación sostenida con diversos movimientos sociales, nos mostró que la noción de formas de vida emergentes representan también la traducción entre nociones de vida, que excluyen el valor de otras vidas: por ejemplo, las demandas se enraízan en la crítica al especismo (vidas de personas no humanas), la militarización de la vida (vidas de objetores del servicio militar), la vida dependiente (vidas de personas en situación de discapacidad).
Otro proceso de traducción clave tiene que ver con la reconfiguración del lenguaje de la propiedad. No solamente se trata aquí del más (públicamente) visible ataque a las formas de propiedad privativa, sino a la reposesión de la vida por parte de las luchas populares: “nuestras vidas”, como dice el movimiento de la discapacidad que rechaza decisiones vitales tomadas sin consulta y como mecanismo de muerte social y biológica. En el CDG, la posesión de la vida comienza por la disputa sobre la clase de conocimiento que se requiere para desviar el arroyo. En un foro del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, en julio del 2013, un miembro del CDG demandaba la liberación del archivo de la compañía carbonífera, para dar pie con esto a la posibilidad de aprehender qué es lo que está pasando con el territorio. Mientras el conocimiento técnico sobre el territorio opera como un modulador de la soberanía en la medida en que las personas son vistas como incapaces de manejar (sin hablar de poseer) lo que no pueden entender, las movilizaciones sociales con sus demandas cuestionan esta asignación de incapacidad.
Finalmente, la más sutil y poderosa capacidad de traducir es la de registros de “vida”. Por esto nos referimos a que la vida es invocada por la movilización popular como existencia, como transcurso, como posibilidad de ser en dicho transcurso[1]; como propiedad emergente de relaciones cuyo límite se encuentra en disputa. Así, más que mostrar la multiplicidad de formas, la vida como un universal desde abajo se constituye gracias a la capacidad de los movimientos populares de crear puentes entre uno y otro registro. El diálogo y diapraxis de los contra-movimientos está basado en la capacidad de traducir la experiencia de las personas y las dinámicas del entorno, necesariamente singulares y potencialmente incomunicables, en formas de vida, no menos situadas y particulares, que pueden ser compartidas y cualificables: “vida digna”, “vida con calidad”, “nuestra vida”. De esta forma, la traducción de la vida que permite la construcción de lo común opera, justamente, contra la noción de “modelo de vida” normativo (i.e. especismo), “estilo de vida” (i.e como cuando las Gordas-Sin-Chaqueta señalan un estilo de vida), o la vida dependiente de las regalías, producto de prácticas extractivas (como en el CDG). Por eso la vida “desde abajo”, en constitución en los movimientos populares, tiene un piso de comunalidad en la contraposición a nociones de vida cerrada, completa. Pero no solo apuntando a la negación de dichas formas, sino desplegando su potencialidad, y sus respuestas, en la incompletitud, complementariedad e interdependencia de toda forma de existencia.
[1] Como cuando, en el evento del que hemos hablado, Mario Mayorga nos intentaba transmitir la naturaleza innombrable de su propia vida a través de un clip de vídeo: “la vida del pescador es así”, nos decía.