Glosario de lo Común

Resistencia

En el trabajo en común que hemos realizado ha sido importante destacar el carácter de “resistencia”, de “antagonismo”, la dimensión disensual de la acción política de los movimientos populares, confrontándonos particularmente con esta pregunta: ¿Cómo conceptualizar la resistencia de estos movimientos como una acción política que confronta un orden social dado y exige su transformación, sin que ese antagonismo implique un esquema dicotómico entre opresores y oprimidos, entre dominación y liberación, esquema que ha sido dominante en ciertos discursos de corte marxista o de-colonial y que, por varias razones, que ya mencionaremos, resulta insuficiente[1]? Plantearnos este problema ha supuesto, en primer lugar, objetar que la acción política de estos movimientos se entienda en términos meramente reformistas, como participación legal a través de los canales institucionales establecidos, desde una comprensión meramente funcionalista de la praxis política de acuerdo con la cual, los actores no institucionales han de limitarse a hacer un uso estratégico, funcional, instrumental de las prácticas gubernamentales o del ordenamiento jurídico vigentes, para conseguir sus objetivos.[2] Esta perspectiva no sólo omite la manera en que las formas estatales establecidas producen violencias, prácticas de desigualdad e identidades sujetadas; mecanismos de poder que precisamente muchos movimientos populares hacen visibles, confrontan y desestabilizan en sus formas de resistencia política; también pierde de vista que un movimiento de resistencia popular no se limita a reclamar la inclusión del “marginado” en un orden que lo ha excluido, sino que exige transformar las fronteras, las prácticas, los horizontes de sentido y las disposiciones instituidas del orden social que precisamente ha producido tal marginación.

Sin embargo, reconocer esta dimensión antagónica no tiene que implicar establecer una relación de mera oposición entre prácticas de sujeción y dominación, y prácticas de liberación o emancipación. Una experiencia de movilización antagónica se nutre de un cruce de lógicas y estrategias distintas, que implica también la torsión, retroversión, o reutilización de prácticas y mecanismos de poder, gestión y regulación cuyo uso gubernamental puede ser a la vez confrontado. Así, por ejemplo, algunos movimientos populares movilizan una comprensión social de los derechos humanos que, en principio, el Estado colombiano también reconoce en su constitución; e incluso puede en ocasiones funcionalizar a intervenciones neoliberales, pero que desde la comprensión de algunos de estos movimientos permiten construir exigencias precisamente contra esas intervenciones neoliberales, apelando a otras formas de saber y experiencias no jurídicas.

Asimismo, nos ha interesado argumentar que la resistencia no se piense como una intervención meramente reactiva con respecto a las prácticas de poder, formas de dominación y violencias que confronta. En relación con esto nos ha interesado proponer que la resistencia se comprenda desde su dimensión re-configuradora, transformadora, esto es, desde la manera en que estas prácticas críticas con respecto a ciertos modos de gestión y regulación gubernamental, configuran a la vez nuevas formas de vinculación entre unos y otros, otras prácticas de organización y otros tejidos de experiencia, y generan también la apertura de nuevos modos de comprensión de sí mismos y de sus relaciones con la historia y el territorio; pero también, nuevos modos de ordenamiento, organización institucional, autogobierno local y política pública nacional. En este sentido, las acciones políticas de los movimientos populares, pensadas como resistencias, despliegan todo un trabajo de experimentación, de creatividad política, que va emergiendo desde un nivel micro-político donde se acentúan los modos singulares de ser y de hacer de los cuerpos en su relación consigo y con otros; hasta un nivel de reivindicaciones políticas comunes, por parte de actores o sujetos colectivos antagónicos que exigen la transformación del orden social y proponen alternativas a éste.

En efecto, esa potencia de transformación puede desplegarse desde prácticas que atañen a la experiencia cotidiana: a los cuerpos, sus afectos, sus espacios íntimos, sus modos de habitar el territorio, sus formas de convivencia y organización local, en los que sin duda pueden reiterarse residuos de violencias, dominaciones y juegos de poder, que han producido y sedimentado ciertas identidades, pero en las que también estos pueden desplazarse, torcerse, problematizarse, para posibilitar otras prácticas de sí y de relacionamiento con los otros. Sin embargo, también está en juego pensar cómo desde estas reconfiguraciones en el tejido de la experiencia, del ser-unos-con otros, van emergiendo, conformándose o concretándose preguntas, demandas, exigencias, que reconocen en lo establecido dificultades, padecimientos, daños, problemas comunes, así como apuestas y formas alternativas de organización y articulación colectiva, para confrontar y tratar esos problemas, como unos que han sido invisibilizados, neutralizados o negados por las prácticas institucionales (estatales y privadas) dominantes.

El complejo entrecruzamiento entre este nivel de las prácticas cotidianas y de auto-organización local colectiva, y el nivel de la política pública nacional puede verse en las diferentes prácticas locales de elaboración de sí y del territorio, que han configurado la idea, hoy ampliamente difundida en los movimientos populares, de un “buen vivir”:
 

…nosotros estamos hablando de que en lo rural existe un ritmo de vida que le permite gozar la vida y alcanzar unos mínimos de felicidad, ¿sí?, y los desarrollistas nos dicen lo contrario, que en el campo nosotros somos infelices porque está todo atrasado, que porque allá no hay servicios públicos, no hay autopistas, no hay la web, no hay todo lo que la sociedad de consumo en la ciudad le brinda a la vuelta de la esquina, pero le brinda si usted tiene con qué pagar, ¿sí?, en el sector rural nosotros estamos promoviendo una vida con calidad…[3]

 
En esta cita Robert Daza, del CNA, está defendiendo y afirmando unas formas de ser, de pensar, de trabajar, y todo un entramado de relaciones entre los seres humanos, entre éstos y la naturaleza, el espacio y el tiempo, que allí se articulan. Esta defensa implica desplazar y reconfigurar la identidad del “campesino”. Pero al mismo tiempo, a partir de la noción del “buen vivir” que allí se anuncia, se proyecta también una crítica a un modelo de desarrollo económico que ha sido imperante en la política pública del Estado colombiano, y se propone una alternativa que implicaría otra comprensión de los recursos naturales, del trabajo, de la comunidad en su relación con el territorio, de los ritmos en los que se modula la temporalidad y la historicidad de la vida.

En este sentido estas formas de resistencia, y los sujetos colectivos que emergen de ellas, exhiben un carácter antagónico: porque su acción supone ya un desplazamiento con respecto a la manera en que unos y otros son identificados en un espacio común, con respecto a la “comunidad” de ese espacio, y a sus fronteras de pertenencia, y con respecto a lo que se considera como problema o daño dentro de esas mismas fronteras; es decir, con respecto a los modos de comprensión, percepción y afectos que se han vuelto dominantes. Esto último, que la resistencia tiene que ver también y sobre todo con la confrontación de ciertos modos de comprensión, es algo que diversos movimientos populares reconocen y articulan con la demanda de hacerse visibles, y de hacer visibles sus problemáticas recurriendo a la creación de otras redes y canales de información, que se sirven de los nuevos medios virtuales, pensando en contra-pesar los imaginarios y visiones que se establecen desde los medios de comunicación dominantes, financiados por los conglomerados económicos más políticamente influyentes del país, aunque obviamente sin poder competir en lo más mínimo con sus recursos y formas de auto-promoción.

Una vez que hemos enfatizado el carácter creativo y transformador de las resistencias, y una vez que hemos reflexionado sobre cómo esta creatividad y experimentación política que éstas despliegan en las formas de acción política de los movimientos populares, se han abierto entonces dos preguntas amplias que estas prácticas políticas nos plantean: la primera tiene que ver con la articulación entre el nivel de la transformación de la vida cotidiana y el nivel de la constitución de actores y demandas colectivos, y cómo estas formas de acción colectiva pueden incidir en la transformación estatal o institucional; y la segunda tiene que ver con la tensión entre la singularidad (étnica, territorial, corporal) de las formas de vida a partir de las cuales se reivindican ciertas demandas y exigencias que le conciernen a ciertos colectivos particulares, y la enunciación y puesta en juego de demandas comunes frente a prácticas gubernamentales que afectan al “pueblo” colombiano en su conjunto.

En relación con el primer asunto, el diálogo que hemos mantenido con algunos movimientos sociales ha permitido complejizar la relación fluida, de pasaje y de tránsito que se había considerado entre prácticas micropolíticas y acciones colectivas. Por ejemplo, una experiencia como la de El Comité de Mujeres de la Asociación Campesina Inza-Tierradentro (ACIT) muestra que dentro de las formas de organización campesina que resisten a múltiples prácticas de poder y de violencia, pueden darse a la vez formas de organización patriarcal y prácticas machistas, que reiteran de cierto modo algunas de las violencias que se buscan confrontar en las acciones colectivas; y que dejan ver entonces más que un fluido pasaje, contradicciones, pero también formas de disenso, entre prácticas micropolíticas y acciones colectivas de resistencia. Esto también puede destacarse en la otra dirección: cómo por ejemplo, el trabajo micropolítico sobre los cuerpos y los afectos que se pone en juego en colectivos ligados con la cuestión del género y las luchas del movimiento LGTBI, no se conectan necesariamente con una visión otra del país y de sus políticas públicas y económicas, o lo que también podría llamarse una macro-política antagónica, que exija una comprensión del trabajo y de la distribución económica disensual con respecto a la que resulta dominante al nivel de la política pública estatal o incluso supranacional. Aunque en estos colectivos urbanos, como el colectivo en defensa de los derechos de las personas en situación de discapacidad, o el colectivo del movimiento LGTBI “Gordas sin Chaqueta”, la resistencia implica también un rechazo de la manera como en la sociedad de consumo contemporánea con sus flujos mediáticos se tiendan a afianzar ciertas concepciones del cuerpo “normal”, en las que se menosprecian y se estigmatizan otros cuerpos en su diferencia y singularidad. Pero en estos casos la noción del “neoliberalismo” adquiere una modulación muy distinta a la que tiene en los movimientos populares rurales (campesinos, indígenas o afros), en los que se piensa el “neoliberalismo” no tanto como  un conjunto de técnicas mediática, cultural e institucionalmente moduladas orientadas a  normalización y estilización de los cuerpos; sino como una serie de estrategias gubernamentales nacionales cuyas políticas públicas tienden a deshabilitar formas de trabajo, de producción agrícola y de sociabilidad inseparables del vínculo con el territorio. Acá se abre también un desplazamiento con algunos de nuestros trabajos previos sobre el asunto, en los cuales no se había logrado apreciar este desfase entre lo que el “neoliberalismo” puede significar para los movimientos rurales (en ciertos sentidos más tradicionalistas en su apego a la herencia cultural y al territorio), y lo que puede implicar para los urbanos (más transgresores en su afirmación de otros modos de ser del cuerpo, su sexualidad, sus afectos).            

Por otra parte, el trabajo que previamente hemos realizado y el diálogo con algunos movimientos populares han permitido establecer que una comprensión no dicotómica de la resistencia supone también complejizar la relación entre acción política antagónica e institución: no sólo porque muchos de los movimientos populares se sirven de derechos instituidos para construir sus demandas y defender sus formas de autogobierno y auto-organización productiva; también porque ellos mismos, en sus prácticas de resistencia están generando lo que ellos denominan “un poder popular”, que supone la conformación de un tejido institucional alternativo que, en lugar de meramente regular u ordenar la participación local, la posibilite y acoja. Y asimismo, porque en juego con estos proyectos de auto-organización alternativa está otra forma de pensar e imaginar al país desde otras apuestas y proyectos institucionales. Esto último ha abierto una pregunta que es, de hecho,  crucial para los movimientos populares, tanto en Colombia, como en el mundo y es la pregunta no sólo acerca de cómo pensar la promoción, desde los marcos institucionales del Estado, de espacios de experimentación política que hasta ahora se han desplegado confrontacional, estratégica o tangencialmente, con respecto a las instituciones estatales existentes, aunque también, como lo hemos visto, se hayan servido de ellas; sino la pregunta acerca de en qué medida un proyecto de organización estatal puede potenciar y acoger la potencia antagónica o de resistencia de los movimientos populares. Se trata esta de una pregunta que nuestro diálogo con los movimientos ha dejado abierta y que, en las actuales circunstancias, cuando ciertos movimientos populares en el mundo (Bolivia, Grecia, España) no sólo se han constituido en partidos políticos con participación en instancias gubernamentales, sino que han emergido desde los movimientos nuevos proyectos de organización estatal, se ha vuelto crucial.

Asimismo, como lo sugeríamos arriba, y muy en conexión con el punto anterior, el diálogo con varios movimientos populares nos ha permitido constatar la heterogeneidad de sus prácticas, las posibles desconexiones entre sus demandas singulares y la dificultad no sólo de encontrar entre ellos formas de articulación en demandas comunes nacionales, sino sobre todo la dificultad de pensar desde la singularidad de cada movimiento la exigencia de que sus demandas particulares, aquellas que les dan sentido a sus resistencias, no estén restringidas a una ciertas identidades sino que también puedan concernirles a todos, como demandas universalizables “desde abajo”, que exigen reconfigurar las fronteras establecidas de lo común. Algo interesante de nuestro diálogo con algunos de estos movimientos es que a la vez que abrió este importante frente de interrogación, también ofreció algunas indicaciones para confrontarlo. Una de ellas, que ha resultado evidente en el trabajo con estas prácticas de resistencia, es que de una u otra manera ellas se articulan en confrontación con ese modelo de vida, al que todos coinciden en llamar el neoliberalismo, que, como ya apareció en lo anterior, ven operar desde un nivel micropolítico, en los ritmos, formas de experiencia, disposición de los cuerpos y de sus afectos (hacia el emprendimiento, la productividad, la eficiencia y auto-innovación continua), y que también reconocen como un modelo de distribución de lo común, de gestión gubernamental, de intervención económica que obstaculiza sus prácticas de auto-organización y de producción alternativa[4].

Otra interesante línea de convergencia entre las prácticas de estos diversos movimientos populares, que atraviesa la heterogeneidad y singularidad de sus trayectorias y reivindicaciones, tiene que ver con cómo se pone en juego, en ese nivel que hemos llamado aquí “micropolítico”, una dimensión “ética” que se confronta con la pregunta acerca de cómo vivir, y la inquietud y esfuerzo por cultivar ciertas formas de vida, de relación consigo y con los otros. Esta dimensión ética tiene que ver con la manera en que estos movimientos comprenden su relación con el territorio (y los acuatorios), como el escenario donde se configuran y se cultivan sus formas de vida, desde la inquietud acerca de cómo vivir. En otras palabras, la “vida de la gente” está estrechamente ligada al territorio. Por eso la dimensión “ética” de las resistencias implica la necesidad de deslindarse de ciertas concepciones clásicas u ortodoxas de “lo político” que tienden a estrechar su alcance y su significado, omitiendo la inquietud por cómo conducirse en la vida al nivel de las prácticas cotidianas: bien sea desde la perspectiva de un marxismo “clásico” que piensa en las transformaciones sociales en términos de la lógica de las contradicciones históricas y su dialéctica; bien sea desde la perspectiva de la tradición del liberalismo político que tiende, por una parte, a restringir lo ético al buen comportamiento en relación con códigos de conducta ya institucionalmente establecidos, y, por la otra, a privatizarlo como asunto que concierne sólo al fuero interno de una interioridad “íntima” de cada sujeto. Y esto implica también pensar en una ética más allá de los límites de lo humano, y en una política, más allá de los límites del Estado-Nación. Todo esto puede verse claramente en una cita, de nuevo, de Robert Daza, en la que se afirma que hoy por hoy el antagonismo que atraviesa y estructura el tejido social no es tanto entre el capital y el trabajo, sino entre las empresas transnacionales y el territorio:
 
Cuando nosotros hablamos del territorio estamos hablando de una disputa, que es la principal en este momento. Los teóricos clásicos del marxismo-leninismo ponían la contradicción fundamental o principal, entre el capital y el trabajo, o sea, entre los obreros buenos y los capitalistas explotadores; creemos que hoy es más activa la disputa entre las trasnacionales y el territorio, y cuando decimos territorio es la gente que vive en esos territorios, por eso los conflictos, por eso las resistencias, y por eso todos los movimientos en contra de que el plan de desarrollo quede como norma, en contra del código minero, en contra de la ley de hidrocarburos, hay todo un movimiento alrededor de esa confrontación…[5]
 
Desde esta comprensión de la ética que se despliega en los movimientos populares de resistencia vemos entonces la centralidad que adquiere la comprensión del territorio, como agente de conflicto, que implica una desestabilización de la frontera entre lo humano y lo no humano; más aún, como un sujeto político que, como lo veremos en la siguiente sección, nos confronta con el reto de pensar de otro modo la materialidad misma de la experiencia histórica y las maneras en que ésta opera en las posibilidades de transformación vitales. 
 
[1] En este sentido nos acogemos, aunque por razones que no son quizás enteramente convergentes con las suyas, tanto a la célebre crítica que Foucault le hace a la “hipótesis represiva” y a la comprensión de las relaciones de poder que la sustenta (Foucault, 2007); como a la distinción que traza entre “liberación” y “prácticas de libertad” (Foucault, 1999), arguyendo que en nuestros días habría que asumir el reto de pensar las luchas políticas en términos de éstas últimas.
[2] Estas visiones meramente reformistas de los movimientos sociales pueden encontrarse por ejemplo en la perspectiva de la movilización de recursos,  la perspectiva de la identidad y la perspectiva de la ampliación de los derechos. (Ver Archila 2005, Jenkins, 1983; Chaves, 2001; Bobes, 2002, Casquete, 2003). También cabe considerar aquí perspectivas filosóficas que coinciden en concebir en términos meramente reformistas la acción de los movimientos sociales, al comprenderla como una acción simplemente dirigida a perfeccionar instituciones consensuadas. Este sería el caso de Rawls (1996) y en otro registro también el de Habermas (1996).
[3] Testimonio recogido en el evento Formas de acción política y movimientos populares: un glosario para pensar lo común.
[4] Como lo veremos más adelante, en la sección 3 (“Vida”), estas formas de articulación alrededor por ejemplo de ciertos modelos de vida problematizados nos han llevado a proponer la idea de “universalismos desde abajo”, que argumentaremos en este trabajo.
[5] Testimonio recogido en el evento Formas de acción política y movimientos populares: un glosario para pensar lo común, realizado el 14 y 15 de mayo de 2015 en la Universidad de los Andes, con el apoyo del Centro Colombia contemporánea de la Universidad de los Andes.

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