Glosario de lo Común

Territorio

En los últimos años en el país, el concepto de territorio ha aparecido profusamente al interior de discursos tan distintos como la política pública de restitución de tierras, la política exterior frente a los tratados de la Haya, las iniciativas de conservación del medioambiente, los discursos étnicos, y las reivindicaciones de las organizaciones sociales. Siendo un término usado por actores muy disímiles, la noción de territorio se ha convertido en una ficha importante de la disputa política, sobretodo, en el contexto rural.

En Colombia los estudios sobre el territorio se remontan a los análisis sobre configuración regional y ordenamiento territorial adelantados por figuras como Orlando Fals Borda y Ernesto Guhl (1988). Inspirados en las propuestas de Henry Lefebvre estos autores consideran el territorio como la urdimbre de la vida local, el soporte de las relaciones sociales que se han ordenado históricamente en el espacio, y que en sus múltiples articulaciones producen lo regional. Las formas de ordenamiento del territorio desde lo social contrastan con los mecanismos de planeación, administración y gobierno que se despliegan desde el Estado; mecanismos que tienden a desconocer aspectos fundamentales de esa urdimbre, al reducir su complejidad a una ecuación funcional. Es así como, de acuerdo con Fals Borda, el ordenamiento territorial se constituye en  campo de disputa política. 

Pero la noción de territorio no se ha elaborado sólo desde la academia. Desde muy temprano en la década del setenta, las organizaciones sociales emplearon el término en un sentido político. En las discusiones de la ANUC que posteriormente dieron origen al movimiento indígena en el Cauca (CRIC), la idea de territorio apareció con fuerza como un referente en la disputa por la autonomía. Es precisamente en este escenario que aparece la distinción entre tierra y territorio que alentará la separación entre el movimiento indígena y el campesino en la década del setenta.

Más recientemente, la reflexión sobre el territorio aparece ligada a los derechos reconocidos en la constitución de 1991 a los grupos étnicos, que incluyen el reconocimiento de figuras territoriales como los resguardos para los pueblos indígenas, y la titulación colectiva para los consejos comunitarios negros (ley 70 de 1993). En regiones del país que concentran una alta población étnica como el departamento del Cauca, estos usos sociales del territorio han promovido conflictos entre campesinos, indígenas y afrocolombianos. Estos conflictos, mal denominados “interétnicos”, son sobre todo la manifestación de una problemática densa, de disputas por el acceso a las tierras productivas, por un lado, y de fortalecimiento y radicalización de las autonomías étnicas promovidas por el multiculturalismo, por el otro. Desde esa perspectiva, la introducción de la política multiculturalista, ha hecho de lo cultural un referente clave en la pugna por la tierra y el ordenamiento territorial en Colombia. Hecho que se demuestra también con la creación de las zonas de reserva campesina (ley 160 de 1994), una nueva figura territorial producto del replanteamiento de la política agraria que le otorga, entre otras cosas, un peso particular al componente cultural de la vida campesina.

Así, la reflexión sobre el concepto de territorio y sus usos en Colombia difícilmente puede asirse desde una sola perspectiva sea esta académica, social o abiertamente política. Explorar las conversaciones entre diversas experiencias revela las distancias en los ángulos de aproximación, pero sobretodo pone en evidencia las densidades de esas experiencias desde sensibilidades y emocionalidades múltiples, y la plasticidad de lo común para hacerse lugar en medio de las inconmensurabilidades.

¿Cómo empezar a hablar entonces del territorio? El territorio no es lo mismo que la tierra. Esa distinción, entre ‘tierra’ y ‘territorio’, que es un principio heredado del movimiento indígena, ha sido retomada por el movimiento campesino en los últimos años. Si la tierra es una cosa que se posee y se puede comprar y vender, el territorio es inalienable. Pero no porque tenga una condición jurídica particular, sino porque se trata menos de una cosa y más de una relación. El territorio es el espacio de la vida cotidiana, y por eso en él se concentran el sentido del presente, la memoria del pasado y la intuición del futuro. Es continuo y discontinuo a la vez, y es siempre colectivo. Además, por tratarse de un decantado de relaciones sociales, trasciende a las relaciones con los congéneres, e incluye las relaciones con el entorno, con otros seres vivos, con seres del pasado y del futuro, y también con los seres espirituales:
 

y por eso es le damos nosotros tanta fuerza a la defensa del territorio, porque para nosotros el territorio es la vida, no únicamente la vida material, el territorio para nosotros es también la espiritualidad; o sea, la construcción de esa forma de sentimientos, de pensamientos y de relacionamiento más allá de la parte física… y por eso es le damos nosotros tanta fuerza a la defensa del territorio, porque para nosotros el territorio es la vida, no únicamente la vida material, el territorio para nosotros es también la espiritualidad; o sea, la construcción de esa forma de sentimientos, de pensamientos y de relacionamiento más allá de la parte física…[1]

 
Así, el concepto de territorio aparece con fuerza en los discursos de organizaciones que se han concentrado en la defensa de las formas de vida locales frente a la amenaza que representan, entre otros, grandes proyectos extractivistas y de infraestructura. Proyectos de intervención de gran escala como la minería a cielo abierto y la construcción de represas que, sustentados en el discurso del desarrollo regional y nacional, tienden a soslayar los impactos ambientales y sociales directos e indirectos, entre los que la inminencia del desplazamiento de los pobladores es el principal riesgo. Desde escenarios locales y regionales, la defensa del territorio se enuncia, de nuevo, en contradicción con el modelo económico imperante, plasmado en los planes nacionales de desarrollo, y donde el extractivismo aparece como eje de desarrollo económico. Sin embargo, tampoco hay que perder de vista que las formas de producción desplegadas por los pobladores en su territorio en muchos casos también son extractivistas –caso de la minería de pequeña escala. Así, una lectura de la economía política de los territorios, evidencia las contradicciones espacializadas entre el trabajo de la gente y la producción de capital. Lectura que se complementa con otra que revela las múltiples formas de relación entre pobladores, capital y naturaleza, desde una suerte de ecología política (Escobar, 2010). De modo que lejos de ser un concepto unívoco y predeterminado, el territorio emerge de maneras disímiles en la práctica política del movimiento social.

Además, en muchas regiones la vida cotidiana se despliega en espacios diversos que no solo son terrestres. En testimonios recogidos por nosotros, Mario Mayorga, pescador de Gamarra, afirma que la cotidianidad de los pueblos de pescadores tanto de los ríos como del mar, se construye en el agua. Las prácticas productivas ligadas a la pesca se arraigan en diversas maneras de intercambio y en saberes locales sobre los distintos acuíferos (ríos, ciénagas, caños, playones y el litoral), así como sobre las formas de vida que allí se reproducen. En el río Magdalena, por ejemplo, los pueblos anfibios, que describió Fals Borda, conservan formas de relación con la naturaleza donde el río, las ciénagas o al mar son sujetos con quienes se convive e intercambia; hablamos así de relaciones que suponen una continuidad entre el mundo social y el natural, y de formas de territorialidad que han sido históricamente considerados “bienes comunes”. Ellos los llaman, como ya lo sugeríamos arriba, acuatorios. La defensa de la vida campesina-pescadora emerge como defensa de esos acuatorios, frente a proyectos e iniciativas de carácter estatal o privado que han venido interviniendo los espacios habitados por estas comunidades, desconociendo las formas de vida locales y, por lo tanto, también los impactos sobre cada una de las dimensiones que las integran[2]. En zonas rurales donde las condiciones económicas son precarias y donde no existe formalización de títulos de propiedad sobre la tierra, el riesgo de desplazamiento se hace mayor. En ese sentido, la noción de territorio de las organizaciones locales se va modelando desde la defensa de la forma de vida propia, de sus posibilidades de reproducción y de la resistencia al desplazamiento, tanto como desde la reivindicación de los bienes comunes de la naturaleza como partes integrales del mismo.

Ahora bien, pese a provenir de escenarios políticos anclados en lo rural, el concepto de territorio también se refiere a lo urbano. Las conversaciones entre experiencias de acción política en la ciudad y en el campo son escenarios poco recurrentes y particularmente ricos, como lo demostró el encuentro Formas de acción política y movimientos populares: un glosario para pensar lo común. Los territorios urbanos plantean el reto de pensar los espacios construidos colectivamente, sean estos un barrio, un acueducto comunitario, un salón comunal etc., así como los entornos naturales en los que se habita (ríos, quebradas, cerros, páramos, etc.). Lejos de ser exclusivamente urbana, una ciudad como Bogotá cuenta con varios espacios rurales, particularmente en sus bordes. Las familias que habitan allí han sido, por generaciones, campesinos dedicados al trabajo de la tierra, pero estas formas de vida entran en conflicto con políticas de urbanización que privilegian, entre otras, el uso intensivo de suelo. En esa dirección, las formas organizativas de estos ciudadanos han retomado la idea de defensa del territorio como una forma de hacer visible su estilo de vida frente a ciertas decisiones del gobierno que buscan intervenir sobre el espacio que ellos habitan cambiando la vocación del suelo, e incrementando su costo para permitir la expansión urbana. Lo que ha ocurrido en los últimos años a partir de esto es que se han puesto en evidencia los efectos de un modelo de crecimiento urbano que privilegia la renta del suelo sobre los habitantes (Harvey, 2014); pero también la emergencia de formas creativas de campesinidad que hoy se organizan alrededor de prácticas como las redes de productores rurales que están alimentando mercados campesinos en la ciudad.

Lejos de poder dar lugar entonces a una única definición, el territorio aparece como un significante cuyos contenidos son inestables y dependen de las tensiones específicas que se manifiestan, en primera instancia, en el contexto local y regional. Así concebido, el territorio es un concepto que se produce en la lucha. Este hecho obliga a replantear las lecturas chatas que se han dado del marxismo clásico para recuperar una lectura compleja y contextual de las contradicciones generadas por el capital y sus formas de reproducción en el mundo contemporáneo (Harvey, 2015). Es desde las contradicciones entre el trabajo, la vida, la naturaleza y el capital, y en la disputa política concreta, que involucra a los pobladores locales y sus organizaciones, las organizaciones de segundo nivel, las ONG’s, la cooperación internacional, la empresa privada y el Estado, que el concepto de territorio emerge y se llena de sentido.

De allí que sea interesante profundizar en otras formas de pensar del territorio que aparecen también en la ciudad. Para los movimientos LGBTI, personas gordas o personas en situación de discapacidad, el cuerpo es un territorio, un “espacio de autonomía y libertad, en resistencia”, al decir de Diana Pulido de la ‘colectiva’ feminista (como ellas se auto-definen) Gordas-sin-Chaqueta. Pero aún en este sentido, el territorio no se considera algo individual, al contrario, el cuerpo aparece como defensa de la vida, como forma de resistencia a un modelo socialmente establecido, desde donde se exige un ejercicio de creatividad para inventar formas de autonomía que garanticen las decisiones sobre ese cuerpo, su vida y sus espacios. Así mismo, la lucha por la autonomía evidencia un doble juego de soberanía hacia adentro y reconocimiento hacia fuera o, como sugiere el movimiento de personas en situación de discapacidad, la disputa por el reconocimiento de la diversidad de cuerpos y subjetividades exige un ejercicio individual de desnaturalización de los modelos de normalidad, tanto como el replanteamiento de las apuestas de vida en común que pasa incluso por el reordenamiento del espacio físico urbano a favor de la heterogeneidad de experiencias de ciudadanía (las cuales exigen, por ejemplo adecuaciones físicas del espacio común, como el transporte público). En ese sentido, como lo expresaba la representante del movimiento de derechos en Internet a propósito de su reflexión sobre los nuevos territorios virtuales, el territorio es también productor de subjetividades.

De esta forma, estas prácticas hacen evidente su contraste con un modelo de ciudad que concibe la ciudadanía como algo regulado, homogéneo y homogeneizante, y lo cuestiona y confronta desde formas de vida distintas, de cuerpos diversos y de experiencia otras de participación de lo público, en resistencias que nacen de la creatividad de las relaciones sociales desplegadas en lo cotidiano. Y es justamente en la sutileza de esa cotidianidad, como lo hemos enfatizado ya antes, que estos movimientos van delineando formas de autonomía relacional, maneras de poder-hacer, cuyas articulaciones contingentes van dándole forma a lo común. 
 
[1] Robert Daza del CNA, testimonio recogido a partir del ya citado encuentro en la Universidad de los Andes.
[2] La defensa del territorio aparece como respuesta a la amenaza de despojo por parte de intereses privados. Concretamente, frente a grandes propietarios ganaderos que han desecado ciénagas y pantanos como mecanismo de apropiación de un espacio que no tiene dueño legal. Así mismo, la defensa de los acuatorios se ha convertido en respuesta a otros proyectos de intervención que amenazan la reproducción de esa vida de los pescadores y de esos ecosistemas. El proyecto de navegabilidad del río Magdalena, que actualmente ejecuta el Estado a través del consorcio público-privado Navelena ha incentivado la organización de las comunidades de pescadores para contrarrestar y hacer visible los impactos de un proyecto de esta envergadura sobre el río y sobre sus pobladores.

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