Autorías Escriturales Posthumanas

1.1 La teórica muerte del teórico genio romántico

En este primer capítulo se desplegará el horizonte teórico en el que planteamos emplazar la autoría escritural desde el posthumanismo. Primero, mostraremos la importancia que tuvo para la teoría literaria del siglo XX la figura del autor y la necesidad de su abordaje teórico. En un segundo momento mostraremos cómo ciertos ideales de humanidad –sustantivada, abstracta y con pretensiones universales– ilustrados estrecharon el vínculo entre un entendimiento de lo humano con la escritura y, por lo tanto, con la autoría. Tras haber mostrado la asociación histórica entre los ideales de humanidad y una visión particular de la autoría, definiremos los conceptos clave para nuestra inclinación posthumana: agencia, mediación técnica y materialidad, los cuales nos servirán para analizar los experimentos escriturales a realizar en el siguiente capítulo. 



Andrew Bennett considera que la profesionalización de los estudios literarios en el siglo XVIII es incomprensible sin las múltiples disputas que se hicieron a una crítica literaria que buscaba la respuesta de una correcta interpretación de las obras en la vida y el contexto del autor. Este desmedido grado de importancia otorgado a la vida de la figura autoral que parecía dejar en un segundo plano a las obras literarias fue lo que habría orillado en la conformación de las primeras grandes teorías inmanentes de la literatura como el formalismo ruso, el cual mucho tiempo estuvo encerrado entre las fronteras de la Unión Soviética, así como el New criticism norteamericano. Ambas teorías consideraban que el significado, que para ellos podía ser en cierta medida unívoco, de un texto se encontraba, antes que en el intentio auctoris, en la totalidad cerrada del propio texto. Para formalistas rusos como Roman Jakobson, entender el carácter literario de una obra respecto de otra que no lo tuviera era susceptible de ser encontrado a través de la búsqueda de la literaturidad como aquellos usos del lenguaje que se dirigieran a su propia expresividad; en ese sentido, comprendían que el carácter literario, y por lo tanto artístico, de la escritura era susceptible de ser encontrado en un análisis inmanente que estuviera aislado de cualquier condicionamiento histórico, social, instituyente, contextual, etc. Aunque Boris Eichenbaum escribe que “[e]l autor [en este caso se refiere a Gogol] presenta la palabra más ordinaria de una manera tal que la significación lógica o concreta se desdibuja: la semántica fónica es por el contrario destacada y la simple designación adquiere el aspecto de un apodo (167)”. Es decir, los estudios formalistas no niegan el papel fundamental que tiene el autor en la creación de originales y geniales usos del lenguaje, sólo que apuntan su enfoque a un estudio de dichos usos independientemente de la vida del autor. Bajo este discurrir de los estudios literarios, y su devenir a lo largo de todo el siglo XX, teóricos de la literatura como Antoine Compagnon afirman que “[e]l punto más controvertido en los estudios literarios es el lugar que le corresponde al autor (52)", así como que no hay una teoría de la literatura que no tenga al autor como uno de sus puntos nodales de explicación. 
          Más allá del aparente desinterés que mostraron las primeras corrientes inmanentes de la teoría literaria occidental, generalmente se ha comprendido que son dos son los textos fundamentales que causaron un estallido en el interés sobre la figura del autor. El primero es el paradigmático texto La muerte del autor (publicado originalmente en inglés en 1967 y en francés en 1968) y la respuesta de Michel Foucault a Barthes con ¿Qué es un autor? (1969). Poner de ejemplo dos de los textos paradigmáticos sobre la autoría en el siglo XX puede hacer destacar que la necesidad de comprender la configuración de humano que hay detrás de dichas preocupaciones se vuelve fundamental si se aspira a hacer un abordaje posthumano de la autoría. Primero, Barthes habla de una muerte del autor que, más allá de proclamarse como un obituario, fue una esperanza teórica que quería liberar al sentido de la tiranía del autor. Entiende –a través de ciertas carencias e ignorando todos los aspectos materiales que hay detrás de la configuración de los modelos de autoría– que el Autor –escrito así por Barthes en mayúscula inicial porque lo vuelve una abstracción universal– es:

[u]n personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de manera más noble, de la “persona humana”. Es lógico, por lo tanto, que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la máxima importancia a la “persona” del autor. Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen en buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor (66).


Por ejemplo, Andrew J. Power considera que la limitada visión del autor al que pretende asesinar Barthes surge de la completa ignorancia que muestra respecto la influencia que han tenido tecnologías específicas en las formas de escritura como lo fue la imprenta. Cuando Barthes encuentra ejemplos que para él están confrontándose a la tiranía del autor a través de Mallarmé o Proust está muy lejos de considerar la interconexión dada entre los autores y la imprenta, así como toda la industria comercial configurada para la producción, distribución y venta de los libros. También Power muestra cómo, aunque no de manera explícita, al autor al que está apuntando Barthes es uno masculino tanto en sus ejemplos como en su abstracción generalizada. La muerte del autor tuvo diversas recepciones en la heterogeneidad de los estudios feministas. De una forma generalizada podría hablarse de visiones, como la de Elaine Showalter, que confrontaban el anuncio de Barthes como una negación de una exploración femenina de la autoría enclavada en una authority of experience que buscara las formas particulares que podría tomar la autoría a través de una visión situada desde las escrituras femeninas. Por otra parte, feministas como Peggy Kamuf consideraron que discursos como los de Showalter parten de un esencialismo de lo femenino y que tratar de captar formas de autorías como las que asesina Barthes es inscribirse en una lógica patriarcal donde el autor opera como una autoridad de sentido irrefutable. Partiendo de una base posestructuralista, Kamuf entiende el concepto mismo de autoría como un constructo patriarcal (86), que debe ser refutado y destruido. Las respuestas disímiles que ha suscitado el ensayo de Barthes en los estudios feministas pone de manifiesto la debilidad de las generalizaciones que profesa por las cuales le es imposible pensar en la necesidad de formas de autoría caracterizadas y no tramadas desde una abstracción a la cual él mismo critica. 
          Por otra parte, y con cierta sintonía con los estudios formalistas, Barthes considera que el trono vacante dejado por el autor, gracias a los avances que tuvo el interés por la lingüística en el momento que escribe, debe ser proclamado por el lenguaje mismo. A pesar de que entienda que “el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura (69)”, el lenguaje entronizado palidece de la misma generalización del autor. Sobre la compleja multiplicidad a la que alude Barthes en el lenguaje, entiende, el autor deviene en un escritor el cual resulta un simple intermediario, como serían vistos los profetas bíblicos, para la fijación de la vastedad del lenguaje. Para José-Luis Díaz, el problema con el pensamiento de Barthes es que el escritor funciona como una simple herramienta de escritura que transcribe lo que el lenguaje –entendido casi como un trascendental– le dicta. Es decir, el escritor barthesiano pierde toda su agencia y se vuelve simplemente un conducto que permite la escritura. En cierta forma se inscribe en el pensamiento de Barthes una noción igual de abstracta de sujeto, como nodo de una estructura que puede ser completamente intercambiable por otro sujeto igual de abstracto. La visión tanto de la autoría como de la escritura en Barthes no permiten una visión ni racializada, sexualizada o geográficamente situada de aquél que escribe; el autor asesinado por Barthes es uno que se teoriza desde la abstracción total, pero que esconde tras su generalidad los rasgos de los escritores masculinos europeos. En términos de Barthes, no es que el sentido vertical y unívoco de las obras literarias –otrora detentadas y estabilizadas por el autor como centro gravitacional– se haya librado de un dominio para democratizarse, sino que sólo hubo un cambio de tirano. Barthes fracasaría en su intento de, en palabras de José-Luis Díaz, tratar de marcar un “rechazo de la figura autorial ya no se hace entonces en nombre de la ciencia a fundar, sino, al contrario, contra la ciencia establecida; contra la exigencia positivista que quiere que todo texto, incluso todo fenómeno, sea determinado y originado (66)”, el origen pasaría la estafeta del autor al lenguaje.
          Michel Foucault, como contestación velada a Barthes y escribiendo desde un profundo interés postestructural sobre la importancia del lenguaje como formador de realidades, hace una crítica a teorizaciones estructuralistas de la autoría que ignoran –a través de su generalización y simplificación– la importancia de la influencia del contexto político, histórico y social en la conformación de un ideario de autor. Si el enfoque de Barthes parece encontrar una totalidad en el lenguaje mismo en aras de la desestimación del autor, Foucault complejizará la autoría a través de entenderla no sólo desde un entendimiento de creación y atribución de usos del lenguaje, sino más bien a través de comprender una función-autor que “es pues característica del modo de existencia, de circulación y de funcionamiento de ciertos discursos en el interior de una sociedad (21)”. El análisis de Foucault parte, principalmente, de ver la función-autor, en una especie de reminiscencia de las funciones del lenguaje de Roman Jakobson, como una posibilidad de ser portado por un discurso antes que por un sujeto. Por ejemplo, considera que un grafiti tiene un redactor y no un autor en el sentido en que la función-autor se determina a través de formas de atribución en donde se tiene que considerar lo siguiente: 
Foucault entiende que la idea de escritor individuado moderno corresponde a que “[l]a noción de autor constituye el momento más importante de la individuación en la historia de las ideas [...] Aun hoy, cuando se hace la historia de un concepto o de un género literario o de un tipo de filosofía, creo que no se dejan de considerar tales unidades (10)”. Bajo dicha perspectiva, consideramos que la noción de autoría resulta un concepto clave en las formulaciones generales de visiones sobre lo qué es la literatura, pero también lo humano. Tanto la abstracción generalizada de la que parte Barthes como el sujeto historizado de Foucault –que se contrapone al sujeto trascendental que Barthes no puede eludir y que Foucault rechaza con la muerte del hombre en Las palabras y las cosas– hacen evidente que en cualquier visión de la autoría subyace una idea de lo humano a la que ésta se le puede atribuir y, en sentido inverso, nuestros modelos de autoría revelan los propios ideales de humanidad. Así, una definición anclada simplemente desde la teoría literaria o el análisis lingüístico resulta insuficiente para generar y teorizar formas de autoría que vayan más allá de la abstracción individuada de la modernidad occidental.

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