Itinerarios coreográficos: Pilar Medina

Juego

El trabajo que se mantiene impregnado de juego es arte.
John Dewey



El campo de juego

La planta baja de un edificio habitacional, acondicionada hace muchos años como estudio escénico. Lugar de creación y ensayo de obras que se gestaban aquí y se estrenaban en teatros muy serios, sancionados por la crítica y las instituciones. Aunque Pilar jugaba, ya que lo lúdico siempre ha estado presente en sus obras, se trataba de otro juego.

En Bá-si-co, la planta baja habilitada como estudio se convierte, a su vez, en escenario. El garage se transforma en vestíbulo. La oficina sirve de camerino. El baño, con su tina, de pronto es una extensión de la playa. Los espectadores, muy cerquita del escenario pero protegidos por una relativa oscuridad, irrumpen en la escena cuando Pilar corre la cortina que cubre el espejo. Miran a la bailarina y su reflejo, pero también se observan a sí mismos en el acto de mirar.

Este juego está determinado no sólo por el tamaño del espacio, ciertamente pequeño, sino también porque al no ser un espacio escénico convencional carece de los fascinantes pasadizos que encontramos en los teatros: corredores, pasos de gato, trampas, piernas. Espacios estratégicos que nos permiten ocultar reflectores, meter y sacar escenografía y utilería, salir de un lado del escenario y entrar por el otro, aparecer y desaparecer objetos, muebles, intérpretes. Es cierto que Pilar en sus obras previas nunca se apoyó demasiado en efectos escénicos y que muchas veces, mientras bailaba, ella misma hacía de utilera: metía y sacaba del escenario sillas, bancos, jarrones y otros objetos. Esta vocación, presente desde Bodas del quebranto, es llevada a su máxima expresión en Bá-si-co porque el espacio no permite concesiones: no hay un sólo recoveco donde ocultarse u ocultar algo de la vista del público. El juego es la absoluta visibilidad. Si acaso había algún rincón donde esconder algo, desaparece cuando se abre la puerta del baño y se descubre el espejo.

Para los espectadores, este campo de juego está signado por la visibilidad, la transfiguración de espacios y la cercanía. Está marcado también porque, al salirse del circuito oficial, Pilar decide cómo, por cuánto tiempo y con quiénes quiere jugar.

Las reglas del juego

¿Quiénes? En este juego uno participa por invitación. Probablemente llegó algún curioso a ver alguna función, pero la mayoría de las personas que vieron Bá-si-co fueron invitadas directamente por la artista. Muchos eran amigos, conocidos o colaboradores de toda la vida. Otros eran estudiantes de teatro o de música que acudieron con sus maestros. Todos tenían la conciencia de formar parte de un grupo pequeño y compacto y quienes no conocían a Pilar antes de la función la conocieron sin duda al terminar, mientras charlaban con ella y compartían una copa de vino. Aunque Bá-si-co fue un espectáculo público, su existencia estuvo marcada por la intimidad.

¿Por cuánto tiempo? A diferencia de lo que ocurre con la programación de obras dancísticas en los espacios oficiales, en este caso fue Pilar, dueña y señora del terreno de juego, quien decidió durante cuánto tiempo bailar Bá-si-co, atenta tanto a los ritmos y al proceso de la obra como a la asistencia y participación de los espectadores. La falta de cobijo oficial seguramente implicó limitaciones pero también grandes libertades.

¿Cómo? Un juego de este tipo sólo puede jugarse con una sencillez que raya en el minimalismo: la casa son cinco ladrillos, el jardín es un espacio atravesado por hilos de estambre que desaparece cuando lo cortan unas tijeras, el sol son dos linternas, el mar es una tela larga —recurso recurrente en la obra de Pilar— que se mueve en ondas gracias a los movimientos de la bailarina y que el espejo reproduce al fondo de la escena, como si se tratara del horizonte. Las convenciones escénicas tienen la sencillez y la gracia de un juego de niños, en el que todo es lo que es y, a la vez, todo puede ser otra cosa. Nada sobra y todo es pequeño, pensado a escala para las dimensiones del espacio y para ser manejado por la bailarina.

Hay un intenso intercambio de miradas porque, a diferencia de espacios más grandes o con más puntos de escape, el escenario de Bá-si-co nos obliga a mirar a la bailarina y a mirarnos a nosotros mismos, ese grupo compacto de 10 o 12 personas que de forma planeada o azarosa se encontró en este lugar.

No sólo no hay puntos de escape mientras la bailarina está en el escenario, tampoco los hay antes ni después. En el lobby de un teatro uno puede elegir si se acerca a los demás o se queda a distancia, si saluda, sonríe o finge demencia. Y si tiene ganas, puede huir en cuanto la obra termina sin que nadie lo note. En esta obra Pilar nos invita a su juego y, una vez que aceptamos, no podemos irnos hasta que el juego acaba. Podríamos salir antes, pero no sin ser notados y, por lo tanto, sin alterar el juego.

No es un juego abierto cuya ejecución dependa de las acciones de los espectadores. Es, en todo caso, un juego cerrado, un tanto solitario, pero que no tendría sentido sin la presencia y la mirada cómplice de ese grupo que acompaña a Pilar en la enumeración de sus básicos y que deja a más de un espectador preguntándose cuáles son los suyos.

Los juguetes

En su libro El artesano, Richard Sennett dice que en el juego está el origen del diálogo que el artesano lleva a cabo con sus materiales. Sennett se refiere a materiales como la arcilla, el vidrio o la madera. Los materiales de juego de Pilar son otros, pero no por eso son ajenos al diálogo que propone Sennett. Además de jugar con su propio cuerpo, con el espacio y con la relación con los espectadores, siempre está en el escenario acompañada de objetos.

Pilar suele darle a sus objetos cualidades muy lúdicas. Hay una faceta de la bailarina que conecta directamente con la infancia cuando en obras tan distintas como La semilla, Con tinta de hojas o Bá-si-co entra al escenario con una bolsa de la que va sacando globos, lentes, guantes, arena, telas… Saca objetos, los desparrama por el suelo como si fueran señales que delimitan un territorio, juega y mientras lo hace, con su mirada o a veces incluso con palabras, invita al espectador a jugar con ella. Cuando se agota ese juego, recoge uno a uno sus objetos, los saca del escenario y pasa a otra cosa. Da la impresión de que es una niña que desparrama sus juguetes en la sala de su casa, en un parque o en la playa. Los juguetes pueden utilizarse de formas literales o metafóricas, transformarse, meterse unos dentro de otros, usarse como cuando se pone sombreros, chales, guantes, anteojos. Pero siempre después de un rato se guardan y salen del escenario. Un pequeño juego dentro del juego mayor que es la obra y que, a su vez, parece formar parte de otros juegos, otros contextos y otros espacios.

En una sociedad que siempre antepone el trabajo al juego y que impone a los adultos, y cada vez más a los niños, una seriedad que pone freno a la expresión, los juegos de Pilar nos recuerdan que la escena es el lugar por excelencia de la transfiguración y que para lograrla no hacen falta ni escenarios ni presupuestos enormes, sino imaginación, capacidad del artista para correr riesgos y complicidad de los espectadores para animarse a jugar.

 

Para leer:

Sennett, Richard (2009). El artesano. Barcelona: Anagrama, Colección Argumentos, págs. 329 a 350.

Schechner, Richard (2012). Estudios de la representación. Una introducción. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, págs. 150 a 203.

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