Estrellas errantes: Una visión de la esperanza en el aula
Hace tiempo, experimenté uno de esos momentos cotidianos que posiblemente tienen más importancia de lo que uno creería. Recuerdo haber escuchado un verso en una canción que llamó mi atención: “cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada” (Charly Garcia, Los dinosaurios). Lo cierto es que en ese entonces era muy joven para comprender que eso que cantaba era una completa muestra de desesperanza, rendición e incluso resignación.
No obstante, teniendo presente eso, sería ingenua al pensar que actualmente las condiciones del mundo pintan muy bien; soy consciente de que, cada vez más la palabra crisis se hace presente en todos los ámbitos de nuestra vida; crisis social, laboral, económica, mundial y educativa. Pero, precisamente es justo por eso que, desde hace tiempo consideré necesario buscar opciones, formas, maneras de poder enfrentar la vida con una posición distinta. No estaba dispuesta a sumarme a la lista de personas que buscan sobrevivir al mundo yo anhelaba algo más; poder vivirlo y en el camino ayudar a que otros lo vivieran también. De ahí que, decidí “atarme” (contrario a lo que expresa la canción) al trabajo en el aula, si por ser la posibilidad más próxima que hallé de cambiar mi mundo, pero sobre todo porque el aula escolar sigue siendo para mí un espacio donde la única condición para mejorar, crecer y avanzar como personas es tener sueños.
En ese espacio convergen diversas pretensiones, sueños y aspiraciones y, donde hay aspiraciones hay siempre tierra fértil. Podría hablar desde mis referentes como profesional de la educación, pero hablo desde mi testimonio sobre lo que la escuela ha hecho conmigo a través de mi paso por las aulas.
Hoy con 21 años, miro atrás para querer comprender cómo es qué ocurrió, qué fue exactamente lo que me llevó y motivó a querer dedicar mi tiempo y esfuerzo dando clases a niñxs y personas jóvenes. Reflexionando sobre ello, encuentro que soy el resultado de lo que muchos profesores hicieron por mí, soy la esperanza encarnada, que en algún momento alguien más tuvo frente a lo crudo que parecía ser todo. Y es asombroso mirar cómo de forma natural, ahora soy yo quien espera poder contagiar a los demás o alguno al menos; esta ansia de seguir intentando, de abrir caminos donde no los hay, de transformar al mundo mediante la fe en los efectos de la educación en la vida de alguien que cree en ella.
Ahí encuentro mi lugar, mi oportunidad, mi contribución, a que la cosas sean diferentes: dando clases. Siempre me ha entusiasmado creer que todos los profesores comprometidos se asemejan a los sembradores –y no a cualquier sembrador, sino a sembradores de fe-, porque son capaces de trabajar con constancia, de labrar la tierra, de esperar con paciencia el pequeño brote de una cosecha, de intentar, cuidar y regar la tierra porque se tiene confianza en el potencial de esta misma. Eso mismo quiero hacer yo cuando me desanimo por no ver avances, interés en los niños, por no tener condiciones propicias para trabajar, por no saber si mi trabajo está influyendo en algo, recuerdo que no puede faltarme fe; que debo seguir sembrando porque rendirse no es una opción.
Me veo a mi misma, y me impresiono por todas las semillas que con fe sembraron mis profesores en mí, sin saber sí respondería, sí haría algo con sus enseñanzas y lecciones o no. Fue fe, porque sin ver nada se dispusieron a seguir invirtiendo con esperanza y entusiasmo. Dejándome claro, que en el aula no importaba quiénes éramos, de dónde veníamos, sólo una cosa era prioritaria: quiénes queríamos ser…
Posiblemente el impacto de tantas semillas de fe, colocadas en mí, haya sido lo que me llevó a dar fruto hoy; al comprometerme y amar trabajo en el aula porque ahora tengo claro que quiero convertirme en una sembradora también. Valorando las condiciones presentes para realizar mi trabajo: por un lado, el aula; como uno de los pocos espacios de lucha que quedan, un lugar para el encuentro con uno mismo y con los demás, pero, sobre todo, un contenedor de sueños que necesitan ser descubiertos. Por otro lado, el potencial en cada alumno; confiando en que, lo sepan o no cada uno posee habilidades, capacidades y aptitudes que necesitan ser encausadas.
Con sensatez, me permito equiparar a mis alumnos con estrellas errantes; porque, aunque sean pequeños, no tengan suficiente certeza sobre su trayectoria y su encuentro conmigo sea efímero. Estoy convencida de que todos tienen potencial para brillar (aunque no sean conscientes de ello) y dar un poco de luz en el contexto en que se encuentren. Pero eso sólo ocurre cuando mediante el aula se intersecta: un sembrador de fe (profesor) y una estrella errante (estudiante). Ese sencillo y cotidiano hecho es mi esperanza para cambiar al mundo, porque ocurre que en ese instante; la estrella deja de ser errante y toma su lugar, se posiciona frente al mundo para brillar, y dar un poco de luz a los que están cerca. Y de esa manera cada vez podemos ser más los que nos atemos al mundo y no lo dejemos tirar para abajo y caer. Y sólo así, entonces, seremos capaces de mirar lo que una gran sembradora me enseñó: La potencia por encima de las carencias.
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Zyanya Contreras es pedagoga por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es maestra de comunidades en contextos de marginación.