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Poemas dispersos

Martín Camps, Author

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Poemas dispersos

 
Viaje en tren, crónica poética

Porque un hombre que lee no puede ser tan malo.
Imagino que por eso una pareja de viejos se me acerca.
Me preguntan por los horarios del tren, por trayectos.
Les explico con ánimo lo que sé.
No desperdicio ninguna oportunidad para estar entre los hombres.
Ambos han entrado en esa edad que nos espera,
caminan lentos, no hay razón para las prisas, 
los celerosos son ricos en moretones.
Se sienta a mi lado y confía al hablarme, lo siento.
El oído es una extensión del sistema nervioso central, como el pelo.
Tengo muy pocos recuerdos cálidos con mis abuelos,
sólo dos: la madre de mi padre de espaldas en su casa 
en la Ciudad de México. La madre de mi madre
en una recámara sombría, la televisión encendida.
Hay en mí un viejo madurando.
El tren llega, me despido.
Un abrazo es reconocernos en el otro,
juntar su carne a dos manos y apresarla. 
El tren escarba en la noche del valle californiano.
Pienso en esos viejos, ella es blanca, el japonés,
Estuvieron juntos cuando era difícil estar juntos.
Sus países en guerra. Ellos en el armisticio del matrimonio.
El tren se desplaza en los rieles de la noche.
El silbato despierta a los soñantes. Hay luna.
La luna es un cementerio sin cruces.
Un camposanto que nos espera.
Nade más triste que un sepelio en esa arena gris.
Al menos la tierra no es tan pesada.
Allí el cuerpo no se corrompe, se momifica.
La luna es linda, siempre nos muestra la misma cara.
Viaja con nosotros sin quitarnos el ojo de encima.
El viaje es uno de nuestros recuerdos humanos más antiguos.
Cruzar, desplazarnos, caminar y correr.
Irnos a que otros aires nos expiren, 
a que otro ángulo del sol nos queme,
a recoger otras piedras y morder otras hierbas.
Yéndome pienso mejor, hablo mejor,
que el mundo se mueva, nos dice algo.
Que se desplacen las nubes, que los vientos corran.
Vida es movimiento. Sólo los muertos se quedan,
en el mismo lugar por treinta años a pagar su hipoteca.
De niño me gustaba seguir un sendero que el zacate acechaba.
los calcetines se me llenaban de espinas
y llegaba a un lugar nuevo, a la cima de una colina,
a una piedra arrastrada allí por alguna glaciación.
Eran para mí tan cercanas las estrellas entonces.
Ahora el tren se acerca a Madera, el centro de California. 
En el invierno la noche tiene cien furgones de carbón.
Una muchacha canta con su amiga, como dos sílfides nocturnas,
dos sirenas en un desierto sin cobertura telefónica.
Tienen la edad sin años cuando los veinticinco son lejanos.
¿Qué ven los insectos cuando nos miran, cuadriculados, ridículos?
La raya de luz que asusta por un segundo al coyote.
El bólido que indiscriminadamente masacra mosquitos.
Gracias al fuego que avanzamos en estas doble ele de acero.
Se acerca otro pueblo.
¿A qué olerá la luna? ¿Un planeta nuevo? ¿Un mar que inicia su oleaje?
Las estrellas nos han dejado las luces prendidas
para cuando decidamos visitarlas.
¿Qué tan lejos viaja la luz?
Las estrellas que se apagaron cuando nadie las vio.
Noche trescientos sesenta y cuatro




Todo es nuevo bajo el sol lejano

Todo es nuevo bajo el sol de Juárez.
Todo lo hierve, lo seca, lo envejece,
como un jabón que todo lo lava.
El sol pertenece a los que estamos condenados
a caminar bajo sus llamas, a bañarnos en su fuego.
Tres horas en la línea del puente internacional
con el calor de los motores.
Entre la mujer en silla de ruedas con una gangrena
abierta a la sed de las moscas y los ojos morbosos.
Entre el hombre “casa de cambio” con el número
en el pecho: 15.00 a la venta.
Entre los vendedores de tunas frías con sal y tifoidea.
Entre los tarahumaras que llevan cien años de kórima.
Entre los vendedores de películas pirata, los dulceros,
chicleros, vendedores de niños, de sexo, de planetas,
periódicos, sueños, especies extintas, nieve, lluvia, sol.
Bajo este sol todo es nuevo, lo renuevan los 40 grados
centígrados a la sombra. El calor seca las ideas
como un trozo de carne de res con sal.
Seca estas palabras que ahora escribo con el sol a cuestas,
con el sol reinando sobre la hoja en blanco, encegueciendo
las hojas con blancura, comiendo todo con la luz de su fuego,
con su hambre de viajero de años luz, de dueño de todo lo que tiene ojos
y alas. Sol tirano del alma,
padre encabronado que nos da con el cinto ardiente, dice:
¡Muéranse hijos de su perra luna! 
¡Váyanse al carajo,
a enterrar la cabeza en el sobaco de la noche!



La edad del agua
 
El agua, tal vez, llegó en un asteroide,
atrapada en un grano de sal,
una gota de agua viejísima.
El agua de la lluvia es más antigua
que la del manantial,
y la del llanto más que la del café.



El mar viaja en tren
 
Las olas son los gajos del mar.
Allí encontré una ola fugitiva
al pie de mi sueño, entre
la acuosa luz de la madrugada
que me lamió las plantas de los pies
para que no me cansara en el camino.
Y oí el traqueteo del tren
que se lleva muy lejos nuestros sueños
y nos recuerda otra vez
que es tiempo de viajar.



La lluvia sobre nuestro techo plano de madera
 
Se escucha como una legión de ángeles cristalinos
que tocan con dedos enflaquecidos
para cerciorarse que estamos aquí.
Sé que llega la primavera
por dos hormigas exploradoras
en el rincón de la casa
y por un cerezo precoz
que impregna el jardín
con un olor a semilla.


Chabacano

Mi abuela traía chabacanos del patio;
amarillos, como si se trajera la tarde a pedazos.
Azucarados y con un hueso café en el centro,
como un corazón seco.
El árbol de chabacano ilumina
el patio de la infancia.



Bach - Julia Hamari - Matthäus Passion - Erbarme dich

El violín cava como espina 
en la parte más blanda.
En las junturas entre cuerpo y alma.
Un desierto que se expande
muy dentro, en nuestra cavidad,
donde habita esa flama
que nos permite despertar,
lo que nos llama al silencio.
Cuando se han terminado las pasiones
cuando el cuerpo no es atacado 
por el color ni la ambición.
Ese violín y esa voz rompen
la piedra dura y encuentran agua.
Se sumergen en profundos silencios,
el lenguaje brilla con todo su esplendor.
Es un llanto cantado,
un lamento en calma.
La música que se compuso para sí el silencio.
No es tristeza, es el gozo,
de un árbol que encuentra el sol.



Poemas para matar a saudade de São Paulo

1
El martillo inicia a las ocho de la mañana
y finaliza puntual a las cinco.
Están remodelando un cuarto en el piso de arriba.
De tres a cinco, la fuerza del martillo disminuye.
Imagino la mano del hombre, cansada, ya piensa
en casa, en una cerveza helada, le retumba
en los huesos el martillo, la maldita piedra que no cede.
Su lucha diaria es con la piedra, la nube de polvo en sus narices.
Esta ciudad requiere de muchos martillos para domarla.
El concreto la cubre, un concreto sucio y rasposo,
decorado por el graffiti y la pátina de la contaminación.

Estoy en mi cuarto de tres por cuatro metros, una televisión,
una cama que reclama cada vez que me acuesto y un baño,
una miniatura. Leo por cinco horas seguidas y duermo,
luego escribo por una hora, es mi piedra y mi martillo.
Ya va cediendo la dureza de la nada, ya se abre un reducto,
ya concede algo para los que pacientemente, lapicero en mano
escarban en el tiempo.

Afuera veo a la gente caminar, entretenidos,
unas mujeres que son un sueño, 
sus pantalones de mezclilla marcan
la elipsis exacta del deseo.

Ya empiezan a disminuir los carros, un helicóptero
se aproxima, algún funcionario que esquiva el tráfico
o la policía que resguarda a la ciudad de sí misma.

El martillo sigue golpeando en mi memoria.
El albañil sueña que la piedra le regresa tanto golpe.

Una sierra eléctrica parte en dos la calle,
Sube al cuarto un olor a orín y podredumbre.
Hoy es día de la basura, las bolsas negras se amontonan
en unos cestos de metal en las esquinas. Una legión de seres humanos
abre las bolsas, clasifica, rescata, come, con los deshechos de otros.

Un olor a orín sobre orín sobre orín
y las hojas como vestigios del otoño.
El calor contradice la estación.
En la rua Bela Cintra un grupo de garotas
esperan, negocian con un carro, no logran concordar,
se queda… Una mujer con una cintura venusiana
reposa en el poste que dice alto.
A unos metros, el hotel Itamar,
allí ejercen sus labores, las veo de frente
al pasar, con respeto y admiración
por su oficio que es más antiguo que el mío.
Ellas son más sabias.
En la rua Augusta veo a 3 niños
pellizcar un autobús, prendidos
como a un juego de muerte
y sonríen, sin conocer el peligro.


3
Hay días en que la tierra mojada
huele tan bien que dan ganas
de alzarla como a una muchacha
y besarla profundamente en los labios.


4
Una mujer con un vestido
que le confeccionó el firmamento
toda azul y triunfal nos abandona
en nuestro pozo de sombras.


5
Un hombre tiembla de frío en la rua Augusta.
Afuera de un lugar para cortar cabello, un hombre-mujer
llama, con los pechos hinchados, el rostro como máscara
de madera labrada con machete.
Afuera de los lugares donde bailan las mujeres
un grupo de hombres se arremolina,
el mandamás es un hombre vestido como si fuera
el 14 de julio de 1949.
La calle apesta a orines, el grafitti es un tatuaje en las paredes
de las casas que antes fueron de los ricos.
La noche paulistana es larga como un tren de sombras.


6
Los días vuelan, como si en lugar de horas
estuviesen llenos de paja.

7
Como en el bosque, el sol no llega a las hojas caídas,
así en este cielo tupido de edificios donde el habitante paulista
esquiva la mierda de perros y los ríos de orín.
Respira el amoniaco de orines secos.
El graffiti es un mal necesario, un tatuaje sobre la cicatriz.
Veo a un joven, dibujar en pleno día,
quince aerosoles y un cartón para plasmar una cabeza.
Camino sobre la avenida Augusta.
Me tropiezo con las irregularidades de la banqueta
como las arrugas que ha ganado esta ciudad con los años.
Las piedras blancas y negras empiezan a ceder a la fuerza
de los peatones y sus interminables paseos, subir, bajar,
esperar el camión, respirar el humo que sale de los escapes,
como inhalar un cigarro de plomo.
Y sigo avanzando, llenando mis pulmones de ciudad,
viendo a las mujeres más lindas de este sistema solar
flotando sobre las banquetas,
¿cómo puede tanta belleza caminar por estas callejuelas? 
Y de pronto una calle se llena de luz y las mujeres
se iluminan como traídas por un haz directamente del sol.



La vida de los paraguas es limitada

Florecen por la calle como hongos
cuando es evidente
que el agua no da marcha atrás.
Y aparecen los vendedores de paraguas.
A diez, a veinte, dos por uno.
En la banqueta, cuando escampa,
se pueden ver los cadáveres
de los paraguas para exhibir
su inutilidad, destartalados,
como arañas mecánicas
que no han dejado un sólo huevo.
Puedo ver a los usuarios 
inconformes abandonarlos
a su suerte en las macetas,
descompuestos, olvidados
en la entrada de las tiendas
para secarse lentamente.
Su mecanismo de expansión 
es ineficiente como si hubieran
concertado con la lluvia.
Los mejores, los más caros y arrogantes,
descansan en armarios,
junto con bastones, palos de golf
y no se mojan.



Visita a Napoli

Hay unos pantalones de mezclilla secándose
afuera de la casa de Leopardi (murió en 1837)
Puertas verdes y la pared amarilla
y descarapelada por la uña negra del tiempo.
Tres calzones y dos camisas blancas gotean
en la vía S. Teresa degli Scalzi al número 88-94.



AVIONCITOS DE PAPEL PARA ARMAR EN EL AIRE




Corta corriente

Todo es nuevo
lejos de la luz
del sol. 



Torres del Paine en Chile

Donde las nubes
se trenzan 
la cabellera.


Ver un glaciar por primera vez

Los glaciares
son los barcos
que se hizo
así misma
el agua.



Lástima, Tántalo, que te inclines por la cerveza

Porque todas las latas las encuentras vacías.
Si vas al bar de la esquina lo cierran.
Si vas a la licorería la queman.
Si vas al viñedo se secan las uvas.
Atila del alcohol
donde pones la lengua
los brebajes te esquivan.
El agua no, por fortuna,
esa puedes tomar la que quieras.


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