Los recuerdos del polvo

LOS RECUERDOS DEL POLVO

Bajo el cielo azul del otoño, se puede levitar hasta la cúpula


y empañar con vaho el cóncavo añil y escribir con el dedo una vocal.
 

En tardes como esta, la realidad brilla como si estuviera bajo otra luz,
 

una luz lejana que viniera de otro sol, 
 

de un astro que perdió el interés en sus llamas.
 

La lengua está seca como una hoja en el árbol amarillo.
 

El aire es frío como el alma de un refrigerador vacío.
 

Los ojos viajan largas distancias. Se abren en la tierra dura de Marte
 

donde el atardecer es de mantos azules, sin las holandas escarlatas de la tierra.
 

Hay aguas calmas bajo la atmósfera densa de Titán, la luna de Júpiter.
 

Sueño caminar sobre el suelo inestable del sol, alzarme en sus olas furiosas,
 

hundir la cabeza en sus tierras ardientes. Los ojos viandantes, 
 

la velocidad de la simple vista con la que vemos las estrellas.
 

Envidio los planetas con siete lunas, nosotros, solo una,
 

cacariza, como una playa gris sin mar, un planeta deshabitado, 
 

como ciudad sin poesía.
 

Veo los pinos abrigados de nieve en las montañas de la Sierra,
 

son monjes blancos que miran hacia un lago de ojos azules.
 

El frío parte los labios y sangran como si las palabras tuvieran espinas.
 

Es difícil escribir con las manos heladas, cuesta poner los acentos, 
 

esas estalactitas que crecen sobre las vocales, 
 

esos cuchillitos con los que se suicidan.
 

Prendo una fogata y escucho los relatos del fuego, su crepitar de sueños,
 

las brasas que se destruyen como ciudad gomorriana.
 

Abro los ojos y estoy bajo el mar, hasta el fondo donde 
 

un avión reposa con las alas invadidas de algas, 
 

habitado por peces que esperan el vuelo.
 

El canto de las ballenas bajo el agua es tan claro 
 

como el silbato del afilador de cuchillos.
 

Las ballenas grises semejan nubes cargadas de lluvia, 
 

un cardumen de atún es como aves migratorias en armaduras de plata. 
 

El agua es un elemento generoso, nos permite elevarnos, no como el aire.
 

Abro las cortinas del agua con mis manos y avanzo en la oscuridad,
 

en esa profundidad de lo recóndito y entiendo la soledad del astronauta.
 

Porque el agua es el camino al lastre del mundo,
 

a los volcanes que se abren las venas en el interior silencioso de la noche
 

allá abajo, sangrando su lava y expulsando su arena negra.
 

Los peces cristalinos que se deshacen cuando miran la luz
 

y las ballenas ciegas del tamaño de una colina que dormitan en la arena.
 

Y el sol aquí es tan lejano como el punto blanco que un niño ve
 

en la mirilla de un telescopio escolar.
 

No se puede juzgar a un mar por sus olas.
 

Pongo mi cabeza en el fondo del mar, en su parte más lejana de la playa
 

y puedo escuchar las capas tectónicas que forman la tierra, 
 

el temblor del mundo,
 

las venas calientes del planeta que gira sin detenerse.
 

Despierto en mi cama con el cuerpo sudado, como si el mar
 

me expulsara de su entrañas para arrojarme a las tres de la mañana.
 

A esa hora la vida tiene su peso más exacto, los actos diurnos son tan absurdos.
 

Todo reclama silencio en la hora verde de la madrugada.
 

El rostro desdibujado, es una pausa de la máscara del día.
 

Los egipcios labraban en sus sarcófagos máscaras 
 

para preservar la identidad de los muertos;
 

es importante que el alma recuerde su cuerpo
 

cuando se encuentra en estado espiritual.
 

Algunas veces en la madrugada tengo que encender la luz
 

y ver quién es aquel que mira en el reflejo.
 

Pienso en los espejos nocherniegos como ventanas
 

a los universos posibles donde circulan otros mundos.
 

Regreso a la cama y en posición fetal escarbo un sueño,
 

me siento al borde del firmamento nocturno 
 

como un precipicio sin fondo al que asciendo
 

como si el espacio negro me atrajera con sus hilos de titiritero,
 

me asgo de las sábanas, quisiera amarrar la cama con cadenas.
 

¿Y qué tal si el mundo decide liberarnos de los ataderos de la gravedad?
 

¿Y si el corazón pesa menos que la pluma de la verdad?
 

No he multiplicado mis palabras al hablar.
 

Nunca he interrumpido el flujo de agua.
 

Nunca he robado el pan de los dioses.
 

Las sombras son una alfombra de agua
 

y en ella caminamos a la seda del alba.
 

El minutero es una guillotina que degüella la hidra del tiempo. 
 

Los casi veinte millones de segundos en treinta y siete años.
 

Cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil segundos
 

si se tiene la dicha de llegar a una centuria de años vividos.
 

Nueve mil ochocientos cincuenta y cinco días.
 

Y el segundero sigue hasta cuando se quiere matar el tiempo.
 

Hasta en la noche cuando despegamos en sueños.
 

Así cada segundo pesa, como las sombras en el reloj de sol,
 

como el agua en la clepsidra.
 

El corazón es un músculo que funciona 
 

como esa vasija de agua con un orificio para medir el tiempo en la noche.
 

El corazón es también una bomba de tiempo que sigue
 

los planos trazados por las espirales desoxirribonucleicas.
 

Será una ciudad odiada y sin aguacero, un día limpio
 

que no es posible recordar cuando llegue el día cifrado.
 

Agonía por la vida que ya expedía sus jugos.
 

Y la luz del sol, esa caricia en la frente, como mano de un padre amoroso,
 

la piel de los duraznos, un trago de agua de río,
 

una espalda amada y desnuda, un calor en las sábanas,
 

un olor de comida en el horno, la carcajada de un hijo,
 

ese trigo fresco que cosquillea en las orejas.
 

Y caminar en la playa, las horas muertas viendo el techo,
 

después de una noche de sueños amarillos.
 

El pan, si sólo los muertos olieran el pan en el horno,
 

se removería la tierra, temblarían las criptas.
 

Somos un conjuro de cuatro elementos: carbono,
 

hidrógeno, nitrógeno y oxígeno.
 

Acarreamos en nuestra sangre: hierro,
 

calcio, potasio, yodo, manganeso.
 

¿Por qué hemos de pensarnos mejor que una piedra?
 

Somos noventa por ciento agua.
 

Somos una garrafa de agua, una botella de vino rojo.
 

Un cántaro de agua que sabe a barro.
 

Nuestra sangre es una piel líquida
 

un tejido fluido, una infusión, pócima que sueña.
 

Tierra que habla y siente.
 

Cápsula de los ingredientes del universo.
 

Oigo el estallido de una supernova
 

a millones de años luz.
 

El grito mudo de un sol que fenece.
 

El agua en el vaso tiembla,
 

trepida el agua del cuerpo.
 

Se sacuden los átomos en lo que existe.
 

Un jarrón se quiebra inexplicablemente
 

en el cuarto contiguo.
 

Han descubierto un planeta con agua
 

en una órbita habitable cerca de su sol.
 

Un planeta sin humanos.
 

¿quién puede hacer otra cosa que no sea
 

hacer lo posible por llegar allá?
 

Abrir la escotilla de la imaginación
 

y respirar el aire de hierbabuena,
 

un mar sin olas y de color encarnado,
 

piedras pesadas como espuma
 

volcanes que expulsan nieve,
 

un árbol de lluvia, 
 

un río que levita bajo piedras flotantes.
 

En el firmamento una luna, 
 

una mitad encendida como un bosque en llamas
 

la otra apagada como cenizas en la lluvia.
 

¿De qué sirve el tiempo si no es para estar entre los vivos?
 

Frente a las plantas y el rostro de los amados.
 

¿De qué sirve hacerle al poeta, hacerle al ser vivo?
 

Somos un terrón de tierra fértil.
 

Somos la piedra apenas sensitiva.
 

¿De qué sirve estar despierto y pensar?
 

Me levanto, me baño, salgo a la calle
 

y camino con cierta prisa aunque sé
 

que el destino es inútil. Tomo un café,
 

el pecho se infla con un deseo renovado
 

y de pronto importa estar en el teclado,
 

el haz de lucidez que ilumina la cabeza.
 

Y los ojos capturan el cuerpo de una mujer
 

y el área animal se activa, el deseo es un animal
 

que no duerme. Imagino al suicida que se arroja
 

desde el décimo quinto piso, y antes de caer
 

en la contundencia de la banqueta, ve a una chica
 

que camina en la otra banqueta con los pechos
 

endurecidos por el frío y antes de morir
 

el corazón le insufla una descarga de deseo.
 

Es demasiado tarde, el cráneo se parte, 
 

el cerebro se desparrama y en cada grumo
 

un recuerdo, una tarde de sol en la arena,
 

cuando se perdió de niño en la tienda,
 

cuando su padre le latigueó la cara a cintarazos
 

por haber perdido un billete grande para traerle cigarros.
 

Un coágulo con un video guardado en la masa mental,
 

el cerebro es noventa por ciento agua,
 

todas las memorias que cabrían en un río, en las olas.
 

Tal vez eso nos quiere decir el mar: lo he visto todo,
 

es el cerebro azul de la tierra y espejismos son los peces.
 

Siento cansancio en los ojos
 

es como un vino agrio que se escancia en los sueños.
 

Como lágrimas que se lloran hacia adentro.
 

Cierro los ojos, los párpados son dos cortinas ligeras de cine antiguo.
 

Quietud que no interrumpe ni el pájaro azul que se estampa en la ventana.
 

De pronto me veo habitado por un viejo que examina su sopa,
 

soy viejo y el vapor del caldo empaña mis lentes, manchados,
 

la realidad del senecto es como de lentes sucios, se olvida limpiarlos.
 

Lo sorprende el vigor con que laten sus recuerdos,
 

el deseo que aún sigue elástico, no está solo,
 

otros viejos lo acompañan, pero contempla su cuerpo
 

como una iglesia derruida en medio de la nieve extranjera,
 

los techos caídos pero las pinturas aún se distinguen.
 

Vivir, piensa, fue juntar memorias para ver en función privada,
 

la vejez es solo repasar la vida, molestarse aún por rancios agravios
 

y sonreír por pequeños detalles, roces, pequeñas victorias.
 

Nunca antes su voz interna había hablado con tanta claridad
 

y sensatez, aunque ahora es demasiado tarde, nadie escucha.
 

Morir no duele.
 

El cerebro en un segundo nos tiende una trampa,
 

abre un hoyo negro donde todo lo visto confluye:
 

tarde de abrazos en una casa cercana a la playa,
 

sangre en la mano por un alambre de púas,
 

olor a mantequilla y harina en la mano materna,
 

llanto en el rostro de los padres muertos,
 

un beso en la noche con lluvia bajo sombrilla negra,
 

latidos veloces en un sonograma,
 

sangre y vida en llantos
 

que se tornan en voces
 

y a partir de allí el mundo es sentido.
 

Me despierta la rotación del mundo,
 

el movimiento de montañas y mares
 

el glaciar fracturado, esa agua congregada
 

que se quiso montaña, la caída de agua salada
 

en una estalagmita en el tórax de una cueva
 

que no ha visto nunca ojo humano.
 

La tierra también tiene secretos que no comparte con sus inquilinos.
 

Es el ruido de un disco planetario y rayado que toca
 

la aguja de oro de nuestro sol tornamesa.
 

El temblor de arena en una falla californiana,
 

una ola que se encresta para arañar la luna
 

sus uñas, como las nuestras, también marcadas con lunas nacientes,
 

una neblina que se disipa por mandato de un faro,
 

un estertor de capas tectónicas que se destensan.
 

Esta tierra cruje, cambia, oscurece,
 

se enfría, se adormece, expira
 

y es toda nueva a la mañana siguiente.
 

La nebulosa águila se eleva en tres pilares
 

como tubos de un órgano que armoniza la música del universo.
 

Tres montañas de gas que aún no puede escalar la ciencia.
 

El voyager 1 tomó una foto de la tierra
 

a cuatro billones de millas, apareció
 

como un solitario punto azul pálido
 

que dio el título a un libro de Carl Sagan.
 

A esa distancia, nuestro punto azul
 

es una partícula de polvo perdida bajo el sillón negro,
 

nuestra civilización es un gramo de silencio.
 

Si ponemos las cosas en perspectiva.
 

Nuestra esfera, que otras civilizaciones
 

con telescopios más grandes, con mejores minerales
 

descartarían como un mosquito que se atora en el radiador de un auto,
 

una hoja seca que anega el desagüe, un cabello en el drenaje.
 

Allí los romanos se quisieron eternos con dioses de mármol, 
 

Hitler soñó con tener el mundo en su puño cerrado de odio,
 

Einstein planteó sus fórmulas y Mozart tocó el piano.
 

En ese punto que cada vez se aleja más, allí
 

un Picasso deslizó sus pinceles y Shakespeare derramó el tintero.
 

En esa brizna azul el átomo fue dividido,
 

el hongo maligno se alzó sobre las nubes.
 

Tanto odio y tanto amor en un corpúsculo de polvo.
 

El Voyager 1 es el objeto más lejano de la tierra
 

de manufactura humana. Al sol le toma dieciséis horas
 

para alcanzarlo, está fuera de su influjo, del viento solar,
 

en la heliopausa y el viento estelar es tan frío 
 

como una bofetada de muerto.
 

El artefacto lleva en un disco de oro una canción de México
 

“El cascabel” interpretado por Lorenzo Barcelata:
 

retumba y va retumbando mi cascabel en la arena.
 

El mariachi canta su paso por los planetas
 

y cuando sea encontrado por seres de otro mundo
 

en treinta mil años, cuando alcance un año luz
 

se preguntarán por ese sonido extraño, en esa hebra de metal.
 

Un año luz equivale a treinta mil años terrestres.
 

Hay estrellas a quince billones de años.
 

Se me hace tarde la tarde.
 

El tiempo no se pierde.
 

¿Qué quedará del tiempo cuando el espacio termine?
 

No sobrevivirá este hormiguero de letras
 

los himnos o las banderas o los tiranos,
 

ninguna de las historias, ni bibliotecas
 

ni la contundencia de las montañas
 

ni los pisos pulidos de los ricos
 

ni las fórmulas exactas, ni la astrofísica.
 

El magma de la distancia infinita
 

del tiempo infinito que lo consume todo.
 

Nuestros cien años terrestres.
 

Llegamos a este mundo sin palabras,
 

lo aprendemos todo, hablar, comer
 

y morimos sin entender mucho.
 

No hemos estado a la altura de nuestros sueños.
 

Nos sentamos a esperar, abrimos un libro,
 

salimos a dar un paseo y crujen las hojas secas
 

los automóviles con prisa, un avión a treinta mil metros.
 

Me puedo levantar y marchar en dirección este
 

y después de un año o más terminar en este mismo sillón, oeste.
 

Cerebros transgénicos, hebras de maldad, 
 

pizcas de odio en las ciudades adiposas.
 

Tenemos los ojos enfrente para medir la distancia de nuestros enemigos.
 

Veo una parvada de ideas circulares licuarse en la esfera.
 

La idea de dios para algunos no va más allá de la estratosfera
 

de un cúmulo de nubes cumulus nimbus.
 

Palabra + palabra – sentido = hebra
 

El cielo y el infierno son tan pequeños a esta escala.
 

Me confunden con otro en la calle,
 

como si allá afuera hubiera otro yo que me persigue.
 

Al pasar la frontera en Tijuana me han dicho
 

que ya había cruzado hacía un minuto. En un hotel de París,
 

el dependiente me dijo que alguien con mi nombre
 

había dejado la habitación temprano.
 

No sé si lo sigo o me sigue.
 

El mundo más cercano está a cuatro años luz
 

una hormiga de Ciudad Juárez decide ir a Paris
 

y mide su trayecto en centímetros
 

billones de billones y un mar intermedio.
 

Pompeya descansó sin hacerle falta a nadie
 

bajo las cenizas del Vesubio.
 

¿Para qué sirve esta boca, estos ojos, esta nariz?
 

Te amo, dice el hijo, desde aquí a todos los planetas
 

y de regreso, una frase de amor astronómica.
 

Los átomos chocan y se abre una boca negra
 

con palabras que no se articulan,
 

la garganta es un acantilado
 

un despeñadero de silencio
 

drenaje sin tapadera, vórtice de letras.
 

Arde un remolino de ojos que no alcanzan la luz,
 

lama que verdea en el tronco de un árbol,
 

ramaje de planetas, constelaciones, cosmos.
 

Acto de azar es el mundo y si de pronto
 

somos la única especie inteligente y evaluamos
 

que lo mejor de la vida es el amor, entonces
 

acto de amor es nuestro cosmos.
 

Terminará el mundo y terminará el amor.
 

Volveremos al polvo y con esperanza.
 

Pero antes.
 

Espacio curvo en tu cuerpo, mujer terrícola.
 

Pongo mi mano en tu pecho y escucho tus latidos.
 

Prefiero la temperatura de tu carne. Espera.
 

Elijo de todo este universo, estar en tu órbita.
 

Tus leyes gravitacionales.
 

Río rojo en tus venas azuladas, en esa agua
 

veo mi reflejo certero. 
 

Los millones de segundos están bien invertidos en ti.
 

Y explico el pequeño big bang que se abre en tu centro.
 

Placeroso instante en que viajamos con la luz.
 

Y si digo que la mañana huele a albahaca
 

es porque he sembrado albahaca
 

y la he cortado hasta dejarme los dedos con ese olor
 

a campo verde después de una lluvia fría de luciérnagas.
 

Nunca he visto un huele de noche, pero sé que huelen
 

a luz de luna que se esconde, a fragor de lluvia que no cae.
 

No sé nada de gladiolos y he oído cosas de los jacintos, la flor de la constancia.
 

El corazón, como los cangrejos nunca pierde de vista el mar.
 

¿Cuántas literaturas habrá en el cosmos?
 

Pero regreso a tus ojos.
 

A ellos vuelvo después del viaje.
 

Amo este planeta de polvo porque en él estás.
 

Es tan desnudo tu cuerpo cuando estuvo tan secreto
 

entre los ropajes del invierno.
 

Abres tu saco, tu suéter, tu vestido, tu sostén
 

y surgen tus pechos como dos panes salidos del horno.
 

¿Si no se acuerdan de nosotros cuando estamos vivos
 

qué será de nosotros cuando estemos muertos?
 

Hablas así. 
 

Dices: La noche se instaló en la ciudad
 

como un sol negro, para que descanse nuestra sombra.
 

Me salgo a la noche, la luna se inunda
 

como una copa de luz.
 

Hay en estas calles un viento que lleva palabras.
 

¿Por qué intenta llegar a nosotros la luz de esas estrellas?
 

Cuando la oscuridad es más radiante.
 

Y cuando el universo nos exprima con sus uñas negras,
 

como quien hace explotar una chinche, entonces,
 

¿quedará de nosotros ese beso que nos unió?
 

Digo. Ni eso quedará. Dices.
 

Un tren se aproxima a la ciudad,
 

se anuncia en un lamento estirado. 
 

Siempre me estoy yendo, tengo nostalgia
 

por andar los caminos ignorados.
 

Me cosquillean los pies.
 

A pesar de la tentación de tu presencia,
 

de ese calor y constancia renovada.
 

Vámonos. Andemos hasta el atardecer.
 

Perdámonos en los rieles paralelos.
 

Bebamos vino en un vagón vacío.
 

Llenémonos de kilómetros los pies.
 

Dejemos que el tren nos arrastre por desiertos,
 

con estepas donde nos miran perros hambrientos.
 

Durmamos en un asiento de tren y despertemos
 

en un lugar nunca antes visto. 
 

Viajar dormido es una forma de volar.
 

Las línea de luces de una ciudad sin nombre
 

en la noche. El crujir de metales, el silbato.
 

Somos nosotros los que interrumpen el sueño
 

de una pareja que se acuesta a las nueve de la noche
 

después de cenar sin decir una sola palabra,
 

un silencio petrificado, muertos latientes.
 

Ser focalizador: tu cuerpo.
 

Presente perfecto: tu rostro.
 

Entremos a una cueva y pintemos sus paredes.
 

Leones, tigres, sueños, nuestras manos juntas.
 

Y esperemos treinta mil años para que algún espeleólogo nos encuentre.
 

Y en el silencio de la cueva, como la de Altamira o la de Chauvet,
 

dejemos nuestras huellas de carbón, nuestra imagen, evidencia de que fuimos.
 

Esos dibujos serán más valientes que nosotros. Esos trazos sobrevivirán
 

glaciaciones, extinción de ciudades, agotamiento de mares,
 

conclusión de lenguajes, consumación de estrellas, 
 

el fin de esta versión de nosotros.
 

Y unos ojos que no hemos visto se llenarán de lágrimas y dirán:
 

existía el amor hace treinta mil años...
 

nuestras manos juntas, entrelazadas,
 

a pesar de que nuestros huesos sean el polvo
 

en que se hundió la huella de un lobo cinco mil años después.
 

Sabrán que el silencio de la cueva 
 

fue sellado por nuestras bocas.
 

La gota de agua de la estalactita fue nuestro segundero,
 

se ha escurrido por allí, paciente, un mar pequeño
 

y ha erigido la sal estos pilares.
 

Caminamos por una tierra hecha de pequeños momentos,
 

de dinosaurios que murieron, se pudrieron y se secaron en polvo.
 

De civilizaciones enteras segadas por el viento.
 

Quedan vasijas, huesos, huellas,
 

el oro se resiste, pero se funde en el crisol
 

y cambia de manos, tiene la propiedad del hurto.
 

Nos sobrevivirán algunas cosas.
 

Hoy no es viernes
 

la medida inútil de los días. Hoy es un segundo,
 

hay luz, hace frío de un invierno que se aproxima.
 

No brilla más la luz de los sábados.
 

No es más nostálgica la de los domingos.
 

El tiempo ya pasó y estos son los recuerdos del polvo
 

que habla cuando tuvo lengua, cuando amó,
 

cuando hubo sangre caliente que activó los dedos.
 

Cuando hubo luz en la caverna y prendimos fuego.
 

Cuando caminamos y nos erguimos e inventamos
 

esta red de palabras para amarnos y odiarnos.
 

Cada palabra está llena de sangre, de miles de años,
 

un castillo de lenguas es la palabra.
 

Es nuestro mejor invento. La rueda antes fue una vocal,
 

una “o” abierta que se deslizó de una lengua antigua.
 

El lenguaje vino después del fuego cuando extendimos las noches
 

y nos sentamos a comer la caza del día.
 

Crepitaban las ramas y chasqueaban las palabras en nuestras lenguas de fuego.
 

Hambre, mundo, soga, cuerda, manos, uña, diente,
 

rodilla, río, nube, pino, agua, excremento, nieve,
 

orín, desierto, huir, cuchillo, cabello.
 

Y reíamos de nuestras sombras proyectadas en la bóveda.
 

El rencor que nos tendrán en el futuro cuando vivan tan solos,
 

tan limpios, con las narices pegadas en sus pantallas de agua, 
 

como nos ha dicho el chamán,
 

el futuro de nuestra especie es triste. No se hablarán a la cara,
 

no comerán con sus manos, no cazarán. 
 

Olvidarán mirar las estrellas.
 

Se alejarán del mundo y el mundo se alejará de ellos.
 

Pongamos más leña en el fuego 
 

y bailemos felices como las flamas.

 

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